SOCIEDAD • SUBNOTA › FANTASIAS, HISTORIA Y VIDAS (AJENAS) EN LA VISITA GUIADA
› Por Soledad Vallejos
En algún momento de la década de 1920, un joven aficionado a dos pasiones modernas, la aviación y la fotografía, decidió combinar berretines. Entonces, sobrevoló Mar del Plata para tomar fotos aéreas. El hombre, Bruno Bernardo Gelber, tenía poco más de 20 años, había nacido en el Imperio Austro-Húngaro y años después iba a interpretar la viola en la Orquesta Estable del Teatro Colón, además de convertirse en padre del pianista argentino con fama global. El asunto es, también, que en una de esas fotos de la Mar del Plata, todavía reducto veraniego de la elite, surge, solitario en medio de la nada y cerca de las rocas de la costa, el (por entonces) Asilo Unzué. Por esa y otras imágenes, además de historias, es que Víctor Recanatesi, coordinador del Area Histórico-Cultural del Espacio Unzué, dice: “Este lugar está un poco inserto en el ADN de la ciudad, porque nació con la Mar del Plata moderna”. “Como era un asilo, era un sitio cerrado. Siempre se lo miraba desde afuera. Recién ahora se lo puede visitar por dentro, y cualquiera puede descubrir el valor arquitectónico que tiene.”
Recanatesi es una fuente inagotable de datos del lugar, algo que aprovecha para dar las visitas guiadas y observar, desde ese rol privilegiado, qué sucede con los visitantes. Dice que todo el año hay marplatenses, y que en verano también se apuntan a los recorridos los turistas. Hay jóvenes, familias, adultos mayores. “Muchas veces, en la visita suele haber alguna persona que refiere haber tenido una familiar o una conocida que vivió en el edificio en algún momento de los 85 años que funcionó como asilo y como instituto. De 1912 a 1997, el año en que fue declarado Monumento Histórico Nacional, acá hubo una vida interna intensa. Después, claro, el estado del edificio no garantizaba la seguridad de las personas.”
Las visitas guiadas parten del hall principal, el mismo donde una vitrina exhibe joyas de los últimos cien años: un proyector Pathé Frères de arco voltaico, que se usaba para “proyectar historias virtuosas, casi como cuentos”, como las transparencias manuscritas y coloreadas a mano volcadas a la hagiografía. “Esas historias se usaban como distracción los fines de semana, cuando pasaban programas que eran como visitas a lugares del mundo, y también para clases de catequesis en las mismas aulas.” También hay vajilla de la que usaban cotidianamente las chicas internadas allí y otra, con ribetes dorados y detalles bellos, especiales para las comidas de las visitas, al igual que los cubiertos con las iniciales A. U. Un poco más allá, otro estante exhibe una pieza conmovedora: el primer libro de registro de las niñas que ingresaban. Así, sabemos que en enero de 1922 una niña de once años llamada Ramona López fue llevada por su tía, internada “por débil” y a recomendación de la dama de sociedad porteña Magdalena de Harilaos; también sabemos que tuvo “conducta regular”, llegó hasta cuarto grado y también aprendió costura; cuatro años más tarde su tía fue a buscarla.
–¿Cuáles son las preguntas más frecuentes de los visitantes?
–En general, las preguntas giran en torno de cómo vivían esas chicas el encierro. Yo trato de recuperar esa información de la vida cotidiana en base a cosas que testimonian quienes aún están vivas, señoras de 80, 85 años, que nos cuentan su vida. También hay un registro de memoria escrita de la institución, que dejaba asentada toda la información de cada niña desde que entraba hasta que salía. Muchas llegaban con cuatro, cinco años y permanecían hasta los dieciocho. Pero también sobre este lugar hay un imaginario colectivo típico de sitios grandes y centenarios, es como que la gente tiene necesidad de pensar zonas de misterio. Preguntan si hay túneles que conectaban con otros lugares, con la playa, con la casa del sacristán que vivía en las proximidades.
–¿Había?
–¡No! Bueno, no podemos afirmar ni negar que había. Habría que tirar abajo algunas arcadas para ver si tapan algo o no.
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