Cómo fue que finalmente me quedé en mi casa cuidando a mi hija de un mes y medio, mientras mi hija de cinco años dormía en lo de mi suegra y mi hijo de ocho años concurría, acompañando a mi esposa, al recital de los Rolling Stones en Argentina en la noche del 21 de febrero de 2006 es un enigma que no creo que llegue a resolver en el transcurso de mi vida. Pero lo cierto es que para cuando suenen los primeros acordes de Wood y Richards, y el viejo Miki comience a sacar el pecho y la lengua en el escenario, yo estaré rogando que mi pequeña bebé no despierte, que no reclame su alimento, que no requiera cuidados maternales. Porque si despierta y llora, los sonidos de los Stones y las muecas de Jagger apenas parecerán tenues trinos de pájaros lejanos y el mecer de las olas de un río sin viento. Me gustaría escribir estas líneas mañana, cuando todo hubiera pasado, o ser capaz de adivinar cómo será la noche.

No siento el menor interés por los Rolling Stones. Excepto Angie, no conozco ninguna de sus canciones. Ni siquiera me resultan simpáticos y encantadores como los Beatles. Pero, por algún motivo, me gusta que estén aquí. Y estoy persuadido, como Alfonsín, de que dentro de un par de años, cinco o diez, recordaré esta noche como épica y ciclópea. Ya estoy por cumplir cuarenta años y no he hecho grandes cosas con mi vida. Tampoco tengo mayores esperanzas de conseguirlo en los próximos cuarenta. De modo que esta aventura es una que puedo sumar a mis recuerdos sin pagar demasiado a cambio. Mientras millares de rolingas ensimismados se embriagan en el estadio en el que vi la final del ’78, mientras mi hijo mayor vive una circunstancia prodigiosa de la cual podrá hablarles a sus propios hijos y mi esposa concreta uno de los sueños de su vida, yo tendré para mí que fui capaz de cuidar a una bebé sin más concurso que el de mis propios talentos; cansado y viejo, pero capaz de decirles a los fantasmas de mi pasado: “Vos sos un cheto asqueroso. Yo soy Stone, yo soy Stone”.

* Escritor.