SOCIEDAD • SUBNOTA › TESTIMONIOS DE LOS CHICOS EN LA ESCUELA
› Por M. C.
“El primer día, cuando me trajeron al juzgado pensé que me iban a meter adentro. Después me dijeron que estaba libre: tenía ganas de llorar... Me cansé de perder muchas veces, porque siempre iba en cana... Robaba. Todo para tener para la droga, para el escabio. Ahora dejé todo. La hija de mi mujer me hizo cambiar mucho. Mi mujer me ayuda bastante. Vengo a la escuela, estudio, trabajo en una quinta...” Hugo casi se emociona con el relato. Tiene 19 años y es uno de los ex pibes chorros que recibió una sanción “socioeducativa” de parte de la jueza de Florencio Varela, María Silvia Oyhamburu, como medida alternativa al encierro en un instituto de menores.
Hugo, Andrés y Javier (sus nombres son ficticios para proteger su identidad) se conocieron hace dos meses en la escuela del tribunal, pero desde hace aproximadamente dos años están cumpliendo, cada uno por su lado, una “condena” que los obliga además a aprender un oficio.
Sus historias son disímiles, con algunos eslabones comunes como el hecho de haber robado y haber sido detenidos.
Hugo se crió casi solo, sin familia. Abandonó la escuela en noveno año. “Yo dejé por las juntas que tenía. Ahora me dieron esta oportunidad de terminar la escuela y la voy a terminar. Con el estudio se consigue trabajo y podés laburar en cualquier lado”, dice con convicción. Ahora está trabajando de quintero. Lo que le dio el empujón para dejar “aquella vida” fue su pareja y la hija de ella, de 4 años: “Mi señora y la nena me hicieron cambiar mucho”. De las clases, lo que más le gusta es aprender computación.
Andrés tiene 18 años y es hincha de San Lorenzo. Su mamá falleció. Tiene ocho hermanos. Dejó la escuela en octavo año de la EGB: “Yo trabajaba de ayudante de albañil, tenía que ayudar a mi viejo, por eso dejé de estudiar”, cuenta a Página/12.
Javier también tiene 18 y es el mayor de cuatro hermanos: en quinto grado abandonó el aula: “Por problemas que tuvo mi viejo tuve que empezar a laburar de chiquito para que no se cague de hambre mi familia”.
Los tres viven en distintos barrios de Florencio Varela. “A mí me gusta venir a la escuela porque además te cagás de risa”, acota Andrés. Trabaja como oficial de albañil y cuando no le sale ninguna changa, estudia mecánica. “Antes yo tenía otra vida. Ahora se me presentó esta oportunidad de ir a estudiar y la estoy aprovechando y también estoy aprendiendo un oficio de soldador”, cuenta Javier. Dicen los tres que los tutores que les asignó el tribunal los ayudan mucho. “El mío se llama Cristian, es bueno, me habla”, dice Andrés. El de Javier también se llama Cristian. “Me ayuda, claro que me ayuda. Va a mi casa, hablamos, tomamos mate. Si tengo un problema lo arreglo siempre con él”, cuenta Javier.
Hugo dejó las drogas y el alcohol.
–Te cuesta, te lleva un buen tiempo dejar, pero si uno quiere dejar por su propia cuenta, la deja –aclara.
–Si vos te drogás y no tenés más, el cuerpo te pide y no tenés plata. Al que vende ya lo tenés cansado, ya no te fía, llega un punto que te tenés que ir a hacer una cagada –dice Javier.
–¿A vos te pasó eso? –le preguntó esta cronista.
–No, yo nunca me drogué. Pero tengo conocidos... una noche estábamos con unos amigos en una esquina y mi mamá me fue a buscar porque ya eran como las tres de la mañana y yo no volvía. Yo me fui, pero mis dos amigos, que no tenían más plata para droga, fueron y agarraron a un chabón y casi lo mataron. Y ahora tengo uno de esos amigos en Olmos. Si yo hubiera estado en la pelota esa, no se dónde estaba ahora, pero justo me fue a buscar mi mamá. El otro pendejo zafó: está en Corrientes, lo andan buscando. Yo ya estoy cambiado, ya no voy a volver a estar con ellos.
–Encima si entran (a la cárcel), salen peor –opina Andrés.
–Yo tuve primos y tíos que estuvieron (en prisión) y más o menos me contaron cómo es adentro –dice Javier.
Javier y Hugo tienen amigos que han muerto en enfrentamientos con la policía. Y hablan de los estragos que hace la droga, especialmente el paco, en los barrios humildes del conurbano.
–Gracias a Dios esa droga no llegó todavía a mi barrio, pero donde yo vivía (hasta hace algunos años), la Villa Itatí, sí, está llena de transas. Mi vieja dijo que menos mal que nos mudamos porque ella no sabía cómo iba a ser yo ahora. Porque yo tengo a mis primos en Villa Itatí que están todos arruinados. En la villa vos empezás con el poxi, con el porro, con todo. Ahora el paco es furor porque cuesta un peso. Vos colgás un toallón y los paqueros pasan y te lo roban. Tengo un amigo que compra metales y un día como a las ocho de la noche viene un pibe con una olla eléctrica, de esas que enchufás y hacen guiso. Estaba caliente la olla. La pesa: tres kilos de aluminio. Le pagó cinco pesos. A la hora, hora y media, viene un chabón de la villa, caliente, diciendo que los paqueros estaban rezarpados, que le habían robado una olla y encima, nos cuenta, estaba cocinando. La desenchufaron, le tiraron la comida, así sucia la vendieron. Esa olla la había comprado mi amigo el metalero. Tengo un primo que está piel y hueso, la mujer lo dejó porque ella quiere progresar y él está refundido, no tiene ánimo para nada: tiene ánimo para hacer el movimiento este nada más (y Javier mueve el brazo como llevándose una pipa de paco a la boca).
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