La atención que suscitan distintos casos particulares no debe hacer olvidar la urgente necesidad de que el Gobierno cumpla con su obligación política y moral de impulsar una ley que despenalice el aborto en todo el territorio nacional. En reiteradas oportunidades el propio ministro de Salud de la Nación, Ginés González García, se ha expedido en este sentido, a partir del grave problema sanitario planteado por las consecuencias de miles de abortos efectuados clandestinamente; sin embargo, esas expresiones no han ido acompañadas por su lógica consecuencia, la acción de gobierno destinada a remediar ese mal.

Desestimar esta deuda conlleva el riesgo de plantear el tema como una sucesión de casos particulares cuya eventual solución pudiera, por algún mecanismo y en un futuro impreciso, cambiar el cuadro general. Tampoco se trata de incidir sobre una opinión pública que diversas encuestas han mostrado, ya, favorable a la despenalización.

Limitarse a la sucesión de casos podría estancar la cuestión en torpes dilemas entre la vida del homúnculo por nacer y la salud de la madre, cuando el problema debe entenderse en términos de salud pública: no se trata de una contienda entre “abortistas” y “antiabortistas”, sino del hecho de que miles de mujeres fallecen o padecen graves secuelas de abortos efectuados en la ilegalidad y por fuera del sistema sanitario.

La responsabilidad que así cabe al Poder Ejecutivo no debiera diluirse en la crítica a demoras judiciales o a la acción de sectores ultramontanos, en el marco de la actual legislación. Es exigible que el Gobierno no sacrifique su propia percepción de la situación sanitaria –y las vidas de miles de mujeres– al supuesto “costo político” de impulsar un cambio legislativo que pudiera molestar a determinados sectores, especialmente la Iglesia Católica.