CONCENTRACION Y PRODUCCION EN EL CAPITALISMO
Diversas rebeliones a un modelo que excluye han emergido en los últimos años en diferentes zonas del planeta, contraponiendo el bienestar de la mayoría a la lógica de “todo es negocio”.
› Por Norma Giarracca *
En el “espacio fluido” de la globalización, como dice un agudo pensador de nuestro tiempo, Zygmunt Bauman, todo escapa a los controles de cualquier escenario. Nadie decide; las cosas ocurren y “son” sin debate o discusión posibles de los actores cercanos a nuestro suceder cotidiano. Por eso en todas partes del mundo la única respuesta que se presenta como viable es ganar los espacios públicos, moverse en los límites de la (i)legalidad y permanecer –hasta quién sabe cuándo– en ese lugar. Los espacios empiezan a tener las formas de “territorios recuperados”, donde la lucha oscila entre la toma de espacios urbanos, jaqueando a las fuerzas de seguridad (aun locales) como en París, hasta las escenas de encuentros y socialización con carpas, comidas y música a la orilla del río Uruguay.
La tarea nada fácil es pensar cómo se articulan las protestas –las de indígenas, los asambleístas de Entre Ríos, la lucha callejera de los franceses– y pensar, además, qué conexión tienen ellas con la desesperación de la población de Tartagal o con el asombroso descubrimiento de cómo se confeccionan vestidos y pantalones. Se puede caer en la fácil tentación de comprenderlas como luchas particulares, sin conexión entre sí, y por lo tanto que sólo tendrán una duración limitada y desaparecerán, pero que en el día a día complican la gobernabilidad de las democracias.
Desde mediados de los ’90, ese pensamiento que pone el eje en la gobernabilidad, fundamento práctico de ese otro que procura la eficacia de la resignación y la “espera sin esperanza”, “únicas salidas”, comienza a mostrar profundas grietas. En otras palabras, ese “sentido común”, basado en subjetividades resignadas, lentamente deja de serlo y los cuestionamientos llegan de todos lados. Cabe interrogarse: ¿qué se cuestiona? En todos estos eventos que inundan los medios de comunicación, los tradicionales y los alternativos, se puede percibir –con mayor o menor explicitud– un profundo rechazo a un modelo de producir, trabajar, destinar las producciones, distribuir, consumir, alimentar, generar cultura, recrear, socializar a nuestros niños y adolescentes. Es decir, lo que en otras épocas se llamaba un modelo de desarrollo. Ese modelo, hoy llamado capitalismo neoliberal, es sumamente flexible y diverso (incluida China) y está basado en grandes concentraciones tanto en la producción como en la distribución de lo que los humanos necesitan para vivir, desde los alimentos, el agua, la educación, hasta la salud. Todo es mercado y mercantilizable. Todos los espacios de la vida fueron colonizados por esta simple idea. Es frecuente escuchar “mercado del arte”, “oferta educativa”, “gasto en salud”.
Se escucha, en estos días, a los ganaderos decir que criar animales es “un negocio”. También lo es confeccionar ropa en condiciones de trabajo miserables (aquí o en Galicia, como demuestran las denuncias a una gran cadena europea). Y se puede seguir: todo es negocio para quienes desmontaron en el Norte de Salta (Departamento de General San Martín, donde está Tartagal) e implementaron una agricultura extractiva sin importar los cambios en los suelos ni en los regímenes de lluvia. Todo es negocio para las papeleras finlandesa y española, que ven en la producción de papel para alimentar todo ese circuito de alto consumo su momento de esplendor.
Los expertos, la “gente seria”, dicen “son los costos del desarrollo”. Vale la pregunta: ¿qué desarrollo? ¿Crecimiento económico para quiénes? ¿Cuántos son los incluidos y beneficiarios de tal desarrollo? ¿Por qué no pensar en otro desarrollo? ¿Por qué no pensar que lo más importante del desarrollo es la vida decente y el bienestar físico y emocional de la mayor cantidad de gente posible? Estos interrogantes circulan entre muchos que resisten en todo el mundo y son la base del Foro Social Mundial.
Creer que con fortunas aseguradas para hijos y nietos, o que por el hecho de estar lejos de los escenarios de sufrimiento y guerras se está a salvo de las atrocidades de este modelo, es un grave error. Esta forma de vivir no sólo mata e inflige sufrimiento a dos tercios de la humanidad sino que produce más muertes y enfermedades en la población en general que en cualquier otra época (además de destruir el planeta). Tal vez la calle, los puentes, la lucha cuando es una fiesta (como dicen los bolivianos), la solidaridad y la alegría de no resignarse en la búsqueda de una vida digna sean el mejor antídoto contra este desarrollo mortificante. Por ahora, ningún gobierno democrático parece cuestionarlo con la radicalidad que la emergencia requiere, y las protestas en los espacios públicos no hacen más que recordarlo y generar una posibilidad para la vida.
* Profesora-investigadora del Instituto Gino Germani (Universidad de Buenos Aires).
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