EL IMPACTO ECONOMICO DE LAS INUNDACIONES EN SANTA FE
En 2003, Santa Fe sufrió la peor inundación de su historia. Ahora las lluvias han provocado millonarias pérdidas.
› Por Diego Rubinzal
En abril de 2003 mientras se elegía presidente, la ciudad de Santa Fe comenzaba a sufrir la peor inundación de su historia. La consecuencia más lamentable del desastre hídrico fue la pérdida de vidas humanas. Además el desborde del río Salado produjo un severo perjuicio para el sector productivo local. Tanto las industrias (frigoríficos, autopartistas, imprentas, fábricas de elaboración de productos alimentarios y de alimentos balanceados, etc.), como los comercios –ubicados en la zona afectada– sufrieron cuantiosos daños en sus instalaciones y en su producción. Las consecuencias de la inundación no se circunscribieron a la capital provincial sino que se extendieron a una amplia zona rural. El anegamiento de los campos determinó pérdidas en la cosecha de soja, caída de la producción de sorgo y hortalizas y pasturas arruinadas. La falta de alimento para los animales ocasionó una disminución de la producción de carne y de leche. La Cepal y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo calcularon que el desastre habría provocado pérdidas por 2878 millones de pesos. Esta cifra, que abarca tanto daños directos como indirectos, representaba un 12 por ciento del PIB provincial. Los organismos internacionales calcularon que las pérdidas fueron proporcionalmente equivalentes a las provocadas por los terremotos que sacudieron a El Salvador en 2001.
La magnitud del desastre producido –por la falta de infraestructura adecuada (deficiente cierre de las defensas) obligó al gobierno provincial a resarcir económicamente al sector productivo. Sin embargo, muchos emprendimientos no lograron recuperarse. Según el Centro Comercial de Santa Fe, un 30 por ciento de los locales, sobre todo los más pequeños, no pudieron reabrir sus puertas. De acuerdo con un informe elaborado por el Instituto Provincial de Estadística y Censos, más de cuatro mil personas perdieron sus trabajos.
A casi cuatro años de aquella tragedia social y productiva, la ciudad de Santa Fe volvió a inundarse. Esta vez no por el desborde de los ríos sino por las copiosas lluvias producidas en marzo que pusieron al desnudo las deficiencias de los desagües pluviales. Al igual que en 2003, las secuelas del agua también repercuten en otras ciudades importantes de la provincia y en un amplio sector rural. Se calcula que se vieron afectadas más de 3 millones de hectáreas productivas de la región. El titular de la Federación de Tamberos de la provincia de Santa Fe, Gustavo Colombero, afirmó que unos dos mil tambos están sufriendo las consecuencias de las inundaciones. Ante una consulta formulada por Cash, las usinas lácteas de la zona informaron que la caída en la recepción de leche alcanza del 30 al 50 por ciento. Esto es consecuencia de las dificultades que existen para el ordeñe diario y del deficiente estado de los caminos que impide que la producción llegue a destino. En el corto plazo, tamberos e industriales lácteos están pronosticando un descenso de la producción lechera que generará desabastecimiento.
Por otra parte, se estima que se perderá el 95 por ciento de la producción del cinturón hortícola que se encuentra al norte de la ciudad de Santa Fe (250 quintas que ocupan un total de 1000 hectáreas). Cada emprendimiento productivo da trabajo a 10 personas. La recuperación de las quintas llevará un período mínimo de seis meses. A 60 kilómetros de la capital santafesina se localiza una de las principales cuencas frutilleras del país. En esa zona se encuentran 3000 hectáreas bajo el agua y ya se perdió el 95 por ciento de la producción. También existen problemas en los campos que tienen sembrada soja. Cuando las aguas bajen, se reactivará la polémica acerca de si algunas de estas pérdidas pudieron haberse evitado. En un documento elaborado por el sociólogo peruano Gilberto Romero y el urbanista norteamericano Andrew Maskrey, Cómo entender los desastres naturales, se señala que “los hechos se le presentan al hombre como provocados por fuerzas extrañas, incontrolables, que lo golpean. Esta visión fatalista inhibe la acción y conduce a la resignación y al conformismo. Concebir como un castigo divino la lluvia, la sequía, el maremoto, el terremoto, etc., es todavía común hoy en día entre la población rural. Pero otro tipo de concepción también errónea y perniciosa está cobrando vigor y consiste en atribuir los desastres que nos ocurren al comportamiento y actuación maléfica de la naturaleza. Con lo cual se ha reemplazado los poderes sobrenaturales (o dioses) por las fuerzas naturales y lo que antes era considerado castigo divino ahora se le llama castigo de la naturaleza”. Romero y Maskrey continúan diciendo: “Esta malinterpretación es propalada, muchas veces inconscientemente, por los medios de comunicación y va calando la conciencia, generando fatalismo e inmovilismo, cuando no reacciones voluntaristas e ineficaces”.
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