BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
Varias son las historias de países monocultivo que significaron tragedias económicas, sociales y políticas. Los países centroamericanos fueron dependientes del plátano, del cacao o el azúcar, en una época lo fue Brasil con el café y hasta la economía del sur en Estados Unidos, en los años de la guerra de secesión, estuvo dominada por terratenientes productores de algodón con mano de obra esclava. Las experiencias de muchos países de la región, desde los tiempos de la colonización hasta la actualidad, han estado marcadas por el monocultivo para la exportación. Ese modelo de producción implica una elevada vulnerabilidad económica y social, además de tener efectos negativos en el medio ambiente. La soberanía alimentaria es responsabilidad del Estado y debería ser asumida como una política pública básica por todos los actores políticos, puesto que implica acceso, calidad y diversidad de alimentos para la población. Pero en estos días de ánimos crispados, gobierno y oposición, productores del campo y un sector de consumidores urbanos estuvieron enfrascados en una pelea de destrucción. El saldo de esa disputa: la monosoja sigue gozando de buena salud.
Una muestra más de la (in)coherencia de ortodoxos y de los “un poco” heterodoxos, amantes del superávit fiscal creciente, ha sido la insistencia en atribuirle a las retenciones móviles, en tono de crítica, su objetivo exclusivamente fiscalista. No deja de ser sorprendente semejante obsesión porque cualquiera que se tome el trabajo de analizar lo que significa “móviles” se dará cuenta que si los precios bajan, la recaudación también baja, y viceversa. No tiene mucha lógica de voracidad fiscal la imprevisibilidad de esa estrategia de recaudación.
Las retenciones móviles fueron una muy tímida y tardíamente explicada intervención estatal para frenar el proceso acelerado de monocultivo de la soja de los últimos años. Las cifras al respecto son contundentes pese a los garabatos estadísticos de los barones de la soja y sus mansos voceros. La superficie sembrada de soja de la campaña 2006/2007 creció 152 por ciento respecto al promedio de la década del noventa. La de trigo avanzó apenas el 1 por ciento y la del maíz, el 12. La producción de soja aumentó 241 por ciento en esa misma comparación, mientras que la de trigo 22 y la de maíz 72 por ciento. La relevancia de estos números se encuentra en la fuerte tendencia a la monosoja, que relativiza los incrementos de los otros granos puesto que se va consolidado una estructura agraria de escasa diversificación. La dieta doméstica está compuesta en esencia de derivados del trigo, del maíz, del girasol, leche y carne. No incluye soja. Si este poroto domina la producción local de alimentos la vulnerabilidad económico-social de la población será considerable por la pérdida de la soberanía alimentaria.
En Gualeguaychú, uno de los principales centros de poder del piquete verde en defensa de la soja, se realizó una jornada sobre Impactos de los Modelos de Monocultivos en su Concejo Deliberante. Unos de los participantes, el ingeniero agrónomo Adolfo Boy, que trabajó 36 años en el INTA y es docente en las universidades de Morón y Buenos Aires, explicó que “el monocultivo ignora la herencia de la biodiversidad. También las prácticas asociadas a la rotación, para dejar descansar la tierra y recuperar la fertilidad. Es, en realidad, la apropiación de esa herencia para hacer dinero. Y el secreto de esa apropiación es para homogeneizar, para uniformar”.
Peter Rosset, coautor de uno de los libros ya clásicos en la literatura sobre desarrollo, Doce mitos sobre el hambre, destaca que “La soberanía alimentaria es el derecho de todos los pueblos a poder definir su propio sistema de producción, distribución y consumo de alimentos. Es el derecho de los pueblos rurales a tener acceso a la tierra, a poder producir para sus propios mercados locales y nacionales, a no ser excluidos de esos mercados por la importación hecha por las empresas transnacionales. Y también es el derecho de los consumidores a tener acceso a alimentos sanos, accesibles, culturalmente apropiados con la gastronomía, la historia culinaria de su país y producidos localmente. Si un país no es capaz de alimentar a su propia gente, si depende del mercado mundial para la próxima comida, estamos ante una situación profundamente vulnerable”. Concluye que “el principal atentado histórico contra la soberanía alimentaria ha sido el monocultivo”.
Después de la reacción del campo, de un sector de la población urbana, de la oposición política y de parte del mundo mediático a una tibia medida que enviaba señales al mercado para frenar la sojización de la producción agraria y, por lo tanto, se ocupaba apenas un poco de la soberanía alimentaria, resulta evidente que este gobierno no podrá hacer mucho para frenar el monocultivo de la soja por la sucesión de errores y complicidades que acumula en su relación con las eslabones más concentrados de la cadena agroindustrial. El saldo de la batalla del campo a lo largo de 21 días de lucha ha concluido entonces en la declaración de la independencia de la República Unida de la Soja.
Una pequeña licencia a los manuales de estilo periodístico. Perdón.
A los niños se les enseña que con el pan no se juega. Que no se tira la leche porque hay muchos otros que no tienen la suerte de poder tomar su necesaria ración diaria. Cualquiera que haya tenido una abuela o bisabuela que escapó de alguna guerra que castigó a Europa en la primera mitad del siglo pasado escuchó infinidad de veces el relato familiar acerca de que sólo comían papa y cebolla. Que tenían hambre. Esa cultura de cuidar la comida, de venerarla y de dar gracias por los alimentos en la mesa diaria tiene que ver con ser hijos de inmigrantes sufridos. Más de seis millones de litros de leche tirada en la ruta no es un “costo” para que un gobierno escuche. Es una agresión al pobre. Agresión al que no tiene o le cuesta mucho tener un vaso de leche todas las mañanas en el desayuno. En el bombardeo mediático de tres semanas hubo tiempo para chicanas, tergiversaciones y especulaciones políticas, pero no hubo tiempo para crisparse por esos seis millones de litros de leche equivalentes a 24 millones de vasos de leche que hubieran podido alimentar a niños, como a la desnutrida niña tucumana del 2001 que en su momento castigó el corazón de la mayoría. Miseria no es sólo pobreza.
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