DEBATE > LA SUCESION DE CAMBIOS EN EL MANEJO DEL PALACIO DE HACIENDA
Las renuncias de ministros de Economía tenían su origen en profundas crisis. En cambio, en los últimos años los motivos fueron otros. La política económica se debilita ante la falta de presencia pública del máximo responsable del área.
› Por Jorge Gaggero*
La sucesión de ministros de Economía ha retomado en poco más de dos años un ritmo de vértigo. Roberto Lavagna desarrolló su gestión durante 3 años, 7 meses y un día. Felisa Miceli vio limitada la suya a un año, 7 meses y 15 días. Los períodos de Miguel Peirano y Martín Lousteau se midieron en jornadas de creciente incertidumbre.
La aceleración de la precariedad en los mandatos de los titulares de la cartera ha sido característica, por cierto, de las fases descendentes de los “ciclos cortos” durante el muy extenso período de crisis estructural de las últimas décadas (1975-2001).
Resulta una paradoja que estas abruptas sucesiones reaparezcan ahora, en el transcurso de un proceso de crecimiento que sigue a una fase de rápida y fuerte recuperación económica (cuyo éxito ha sido reconocido por “hijos y entenados”), en el contexto de un escenario global excepcionalmente favorable para el país, y ante unas perspectivas externas que –en el peor de los casos– no incluirían a nuestro país, a mediano plazo al menos, entre los que más sufrirían las consecuencias de las inflexiones esperables. Parece claro, además, que el vértigo político contestatario “del campo” de los últimos dos meses tampoco explica el fenómeno.
No es fácil, entonces, encontrar acuerdo acerca de la raíz de este revival. Aunque parecen ganar adeptos –dadas las circunstancias fácticas, propiamente económicas, antes reseñadas– los que buscan su explicación en el terreno político-institucional, incluso cultural (campos resistentes al cambio, que siguen lastrando nuestro potencial).
A poco de renunciado Lavagna, hace dos años, esbocé muy brevemente algunos de estos desafíos: “Parece obvio que hay que construir instituciones, remodelar el Estado para combinar agilidad con una gran fortaleza (nunca gordura), planificar atendiendo al mediano y el largo plazo, y buscar por todos los medios posibles mayor equidad económico-social. Ceder, en suma, discreción en el ejercicio del poder a favor de una explícita racionalidad, de la necesaria sujeción a reglas (ya sea existentes, a reformar o nuevas a establecer) e –incluso– de una concertación que no suponga resignar el voto y la voz democrática de la mayoría a favor de corporaciones plutocráticas, todo ello con eje en la meta de justicia social con desarrollo” (Circo criollo, Página/12, 2006).
En cuanto a las demandas políticas adicionales, arriesgaba que “se requiere de una amplia coalición ‘progresista’ –por llamarla de alguna manera– y se plantean también dilemas de difícil solución”. Brindaba algunos ejemplos: “Entre los sectores poderosos de la economía –empresarios y, a veces, sindicales– suele existir poca aptitud para concertar en serio. Vale decir, para asumir la realidad, su propia parcialidad, los derechos del otro y –sobre todo– la necesaria majestad y libertad que debe investir el Estado en su indispensable arbitraje. Parece claro, además, que los mercados de nuestra economía son –en general– poco competitivos, que las grandes empresas están transnacionalizadas y que el cada vez más pequeño remanente de la otrora poderosa ‘burguesía nacional’ continúa suicidándose en pleno ‘modelo productivo’... En estas especiales condiciones la regulación estatal debe ser necesariamente poderosa”.
Ahora bien, resulta claro que una de las condiciones esenciales para que sea posible una poderosa regulación estatal en el campo de la economía es la razonable continuidad y autonomía “técnica” del máximo responsable de las cuestiones económicas, a nivel ministerial. ¿Entonces? ¿Habrá que buscar quizás la razón de la precariedad de los ministros de Economía en una desmedida búsqueda de la perfección por parte del poder político? ¿Se habrá tomado demasiado “al pie de la letra” la definición del “economista perfecto” de John Maynard Keynes? Es conveniente recordarla: “El estudio de la economía parece no requerir ninguna dote especializada de un orden desacostumbradamente superior. ¿No es, intelectualmente considerada, una materia verdaderamente fácil comparada con las ramas superiores de la filosofía y la ciencia pura? Sin embargo, los economistas, no ya buenos, sino sólo competentes, son auténticos mirlos blancos. ¡Una materia fácil, en la que pocos destacan! Esta paradoja quizás puede explicarse por el hecho de que el gran economista debe poseer una rara combinación de dotes. Tiene que llegar a mucho en diversas direcciones, y debe combinar facultades naturales que no siempre se encuentran reunidas en un mismo individuo. Debe ser matemático, historiador, estadista y filósofo (en cierto grado). Debe comprender los símbolos y hablar con palabras corrientes. Debe contemplar lo particular en términos de lo general y tocar lo abstracto y lo concreto con el mismo vuelo del pensamiento. Debe estudiar el presente a la luz del pasado y con vista al futuro. Ninguna parte de la naturaleza del hombre y de sus instituciones debe quedar por completo fuera de su consideración. Debe ser simultáneamente desinteresado y utilitario; tan fuera de la realidad y tan incorruptible como un artista, y sin embargo, en algunas ocasiones, tan cerca de la tierra como el político”. (“Memoria acerca de Alfred Marshall”, tomado de Alfred Marshall, Obras Escogidas, Introducción, FCE).
El texto de la última frase deja en claro –por otra parte– que, para Keynes, “el político” y “el economista” deben ser dos personas distintas.
* Economista
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