EL BAUL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Hace unos miles de años, en la antigua Grecia, un tal Aristocles, apodado Platón, escribió en la obra República que las necesidades básicas son: la comida, el vestido y la vivienda. La comida provenía de la agricultura y del trabajo del agricultor; el vestido, de la tejeduría y el trabajo del tejedor; y la vivienda, de la construcción y el trabajo del albañil. Pero el trabajo del agricultor emplea azadas, el del tejedor telares y lana, y el del albañil baldes y cucharas. Si han de salir bien esos trabajos, el agricultor no hará su azada, el tejedor no hará su telar y su lana, y el albañil su balde y su cuchara. Otros trabajadores (herrero, carpintero, pastor de ovejas) deberán realizar esos otros trabajos distintos, que sin embargo son indispensables para los tres primeros: la producción de unos no reemplaza la de otros, sino que la complementa. La producción opera mediante la división del trabajo, y ésta mediante la complementación. También el acceso a las producciones de los demás nace de la complementación: cada cual puede comprar los productos de otros en la medida en que lleve al mercado sus propios productos para vender, y los mismos se venderán en la medida en que satisfagan los deseos de los demás. Este análisis significó descubrir la interdependencia entre los integrantes de una sociedad. En el siglo XVIII, Quesnay, con el Cuadro Económico, permitió visualizar mejor la interdependencia: en una sociedad integrada por agricultores, industriales y gobierno, los agricultores dependen de los insumos que les proveen los industriales, y éstos del alimento y la materia prima que les proveen los agricultores; y el gobierno mismo depende del dinero que le pagan los agricultores, y del alimento y manufacturas en que lo gastan y el sistema productivo le provee. Empero, la exaltación de la importancia de la interdependencia se halla en la obra de Walras. El ex ministro Remes Lenicov agradeció a la Universidad de La Plata –y en particular al profesor Héctor L. Diéguez– haberle enseñado el modelo de Walras, y con él, la comprensión de la interdependencia, tan esencial para un hombre de Estado. Cuando apareció la obra de Walras (1874) el catedrático de Economía en la Facultad de Derecho, Emilio Lamarca, repudió ese enfoque. Por desgracia, esa actitud continuó, privando de aprender esa perspectiva amplia a los muchos abogados que desempeñarían funciones de gobernantes.
El mecanismo de la oferta y la demanda, sobre el que funcionan los mercados, es en sí mismo conflictivo. Quien ofrece algo, “desea obtener todo lo más”, como decía Adam Smith. Quien demanda algo, por su parte, desea “dar todo lo menos que puede”. En consecuencia, para cada cantidad que se proponga negociar, entre el precio de oferta y el precio de demanda se abre una brecha más o menos amplia, dentro de la que se arriba (o no) a un precio más cercano al que espera la demanda o al que espera la oferta. El resultado del tironeo, hacia uno u otro extremo, dependerá de la fuerza de cada uno. Digamos antes que, tratándose de negociar servicios de trabajo, la demanda son los patronos y la oferta los trabajadores; y tratándose de negociar mercancías y servicios, la oferta son los patronos o empresarios, y la demanda las familias de los trabajadores. “No resulta difícil –decía Adam Smith– prever cuál de las dos partes tendrá en todas las situaciones corrientes la ventaja en la disputa y la que obligará a la otra a someterse a sus condiciones. Los amos, por ser menos en número, pueden combinarse con mucha mayor facilidad y, además, la ley les autoriza, o por lo menos no les prohíbe, combinarse, mientras que se lo prohíbe a los trabajadores. No tenemos leyes del Parlamento contra las asociaciones encaminadas a rebajar el precio de la mano de obra, pero son muchas las que tenemos en contra de las asociaciones encaminadas a elevarlo.” Y a renglón seguido, Smith sorprendía a su lector al correlacionar el capital de cada parte con el tiempo que puede prescindir de la otra: “En esa clase de disputas –decía–, los amos pueden siempre sostenerse más tiempo. Un terrateniente, un granjero, el dueño de una fábrica o un mercader podrían, por lo general, vivir uno o dos años del capital que han reunido ya, aunque en ese tiempo no empleasen un solo obrero. Muchos de éstos, en cambio, no podrían subsistir una semana; pocos serían los que pudiesen aguantar un mes, y rarísimos los que se sostendrían un año sin un empleo. A la larga, quizá el obrero sea tan necesario a su amo como éste a él: pero la necesidad no es tan inmediata”. Al criterio del padre del liberalismo europeo, curiosamente, lo emplean hoy los opositores a ese pensamiento, los justicialistas argentinos, para calificar a los ruralistas como patronos rurales y para descalificar a sus paros como lockouts espurios, como defensas de intereses.
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