ENFOQUE
› Por Miguel Bein *
En medio de la depresión económica de 2001/02, la agenda de gobierno sintonizó a pleno con el pulso y las necesidades de la sociedad. En efecto, era entonces indispensable avanzar en cuatro objetivos interrelacionados. En primer lugar, recuperar la gobernabilidad en una sociedad que venía de un gobierno débil en un país con peligro de disgregación social. En segundo lugar, impulsar el crecimiento y el empleo en una economía donde una cuarta parte de la población carecía de trabajo. En tercer lugar, estabilizar un sistema financiero sometido a un ataque inédito que ponía en peligro su propia existencia. Por último, y consistente con lo anterior, recuperar la capacidad financiera del Estado vía el superávit fiscal y la acumulación de Reservas Internacionales del Banco Central, empezando así a transitar el duro camino de la recuperación del crédito público después del default.
Frente a estos desafíos, desde el Poder Ejecutivo se ejerció la autoridad a pleno para recuperar la gobernabilidad. Por otra parte, se fijó un tipo de cambio muy alto, con su contrapartida de salarios bajos como mecanismo para impulsar, vía una superrentabilidad de la industria sustitutiva de importaciones, el crecimiento de la economía y del empleo. También se rescató al sistema financiero a partir de la pesificación de activos y pasivos y la emisión de deuda pública para compensar a los distintos actores, además de iniciarse la reconstrucción del crédito estatal a partir de la concreción de un superávit fiscal alto basado en la imposición de retenciones a las exportaciones y una licuación inicial del gasto público producto del salto inflacionario posdevaluación.
Al poco tiempo, las reservas del BCRA, que habían llegado a sólo 9000 millones de dólares en julio de 2002, comenzaron a recuperase, apoyadas primero en la alta paridad del tipo de cambio y la depresión de las importaciones, y posteriormente en la continuación de un superávit comercial externo generado por el crecimiento de las exportaciones industriales, agrícolas y la recuperación de los precios internacionales. Ya en 2005, con los superávit gemelos operando a pleno, se desendeuda el país con el FMI y se completa exitosamente una reestructuración parcial de la deuda en default. Hoy, en la Argentina de 2008, los cuatro puntos de la agenda imposible de 2002/03 han sido completados: gobernabilidad, baja desocupación (7,7 por ciento), 70 por ciento de crecimiento acumulado del producto, un sistema financiero que ha soportado sin problemas una caída de depósitos del sector privado de 10.000 millones de pesos (7 por ciento) en dos meses y que, aun así, tiene colocado un exceso de liquidez en el BCRA de 13.000 millones de pesos. Finalmente, un Banco Central que en lo peor de la crisis ha perdido sólo 3000 millones de dólares en concepto de reservas, que hoy ascienden a 47.700 millones, y una performance fiscal que, hasta mediados de 2007, había logrado un superávit primario promedio anual desde 2003 del 3,6 por ciento del PIB.
Este éxito indudable en la gestión de la política y la economía aparece hoy, paradójicamente, como su principal problema, ante la insistencia en mantener la misma agenda frente a una situación que enfrenta desafíos distintos. Es decir, se pretende seguir cocinando una torta que ya está lista con los riesgos que esto conlleva. La agenda hoy parece enfrascada en maximizar la gobernabilidad cuando está asegurada; empeñada en hacer crecer el empleo al 5 por ciento por año cuando ya estamos cerca del pleno empleo y la economía enfrenta cuellos de botella en varios sectores; tratando de continuar con aumentos del salario real fuertemente por encima del crecimiento de la productividad tal cual ocurrió entre 2003/07 cuando teníamos capacidad ociosa y estábamos a mitad de camino en el tránsito entre el hiperdesempleo y la plena ocupación. Incluso presionando hacia arriba el crecimiento económico, con una aceleración del gasto público que aumentó 100 por ciento en dos años –4 puntos en porcentaje del producto– y que ha generado una clara aceleración inflacionaria por exceso de demanda, en un mundo donde los alimentos y la energía han subido más de 50 por ciento en un año. A esto hay que sumarle el empeño por continuar con una política de tasas de interés reales negativas aun cuando el colchón cambiario, es decir, el adelanto relativo del dólar, ya se redujo en un 80%. Se pretendió, en fin, continuar con una política de sobrecrecimiento en una economía ya recuperada y una política de sobregobernabilidad en un país que recuperó el normal funcionamiento de la democracia.
Y ante la aceleración esperada de la inflación, producto de la persistencia tardía de la estrategia, se optó por tapar la realidad, en lugar de enfrentarla, a un costo elevado: el virtual cierre del crédito voluntario para la deuda pública y privada y la consiguiente espiralización del riesgo percibido para invertir en el país.
Por eso, lo que en 2003 sintonizó ya no sintoniza. Hoy el problema no es la gobernabilidad, sino la construcción de instituciones. No es el empleo, sino la sostenibilidad del crecimiento y el control de la inflación. No es desafiar mercados, sino reconstruir el acceso al crédito. Lo que no se entendió –y resulta paradójico– es que las demandas de una sociedad transformada por el extraordinario ciclo económico fueron cambiando a medida que la agenda era exitosa y transformaba la propia realidad.
Hoy, a mediados de 2008, nos encontramos con los objetivos de 2003 cumplidos, por lo que la agenda del sobrecrecimiento debe dar paso a una de desarrollo, con una tasa de inversión que continúe creciendo desde el 24 por ciento del PIB actual, estimulada desde el gobierno por la creación de oportunidades a través de marcos legales y regulatorios bien definidos y de largo plazo.
Es el final del tramo de autopista recorrido a alta velocidad. Viene la etapa trabajosa de instaurar las condiciones iniciales para la construcción de un país desarrollado. Es la hora de remar.
* Economista y director de Estudio Bein & Asoc.
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