EL BAUL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
La vida económica –como la vida en general– contiene aspectos que se muestran y aspectos que se ocultan. Pasamos por la verdulería y en un cajón de naranjas un papelito dice “2”. Hay tres aspectos: que las naranjas que nos darían son de igual calidad que las exhibidas; que la cifra del papelito se refiere a unidades de pesos; que esa cifra cotiza a un kilogramo de la mercancía. Dadas las tres cosas, el papelito codifica este mensaje del verdulero: “te propongo intercambiar: vos me das 2 pesos y yo te doy un kilo de naranjas”. Nos ofrece intercambiar nuestros bienes por los bienes del otro: uno posee pesos y el verdulero posee naranjas y ofrece la tasa de 2 (pesos) por 1 (kilo de naranjas), o $2/1kg N, o, con más generalidad, M/x, cociente en el que M indica cierto número de unidades monetarias, y x cierto número de unidades físicas de cierto bien. De modo análogo, el sueldo que uno cobra cada mes donde trabaja –llamémoslo s– es M/L, cociente en el que L indica cierto tiempo de trabajo que uno aporta durante un mes. Si en lugar de p = precio de 1 kg de naranjas, pensamos p = precio de una canasta de bienes que consume una familia típica durante un mes, el cociente s/p = M/L / M/x = x/L, es decir, cuántas unidades de la canasta de consumo obtiene un trabajador medio a cambio de un mes de trabajo. El cociente inverso, p/s, es la medida que propuso Adam Smith para el valor de los bienes: s/p = L/x, es decir cuánto trabajo social obtendría (el trabajador u otro individuo) a cambio de una canasta de bienes de consumo. De igual modo, si p (precio de una mercancía en particular o de un grupo de mercancías) = M/x, entonces 1/p = x/M, es decir cuántas unidades de mercancía compra una unidad monetaria, o valor del dinero; o si se prefiere, M/p = x, el poder de compra de M unidades monetarias. Por último, t = p/p’ = 1/p’/1/p: el tipo de cambio t es la paridad entre precios locales p y el nivel de precios extranjeros p’, o bien entre el poder adquisitivo externo 1/p’ y el local 1/p. Si p toma cualquier valor arbitrario, quedan indeterminadas magnitudes que determinan los intercambios –y éstos la calidad de vida– como valor del dinero, poder adquisitivo del salario (y paritarias salariales), composición del gasto de empresas y familias (y con ello: asignación de los recursos), elección entre gastar en el país o en el extranjero, etc. Fijar un p cualquiera es no apreciarnos: un des-precio.
A mi leal entender, la sociedad argentina es tal vez la más egoísta del orbe, y si no la primera, compite por el primer puesto. De otro modo no se entendería cómo este país, con reducida población, de mediano nivel de ingresos y desastrosos caminos, ha logrado instalar y mantener varias plantas de fabricación de automóviles, el medio de transporte más egoísta, individualista y diferenciador. O que todavía, a más de treinta años, estén sin condena quienes cometieron crímenes contra la humanidad, o más exactamente, contra sus compatriotas. Yo he escuchado decir que el pelearnos todos contra todos se debe a que esta sociedad se formó con inmigrantes de muchas naciones, distintas creencias, y todas ansiosas por superar las miserias de origen que provocaron su emigración. Algún historiador la llamó –con nítida carga peyorativa– “sociedad aluvional”. Sin embargo, en el origen de una sociedad estable, como la australiana, hay delincuentes de la peor laya. El tango, acaso la expresión característica de la cultura argentina, en numerosas piezas habla del egoísmo y la insolidaridad: “No esperes nunca una ayuda, ni una mano, ni un favor”. Además de ser egoísta, la sociedad se ve hoy en situación de extrema desigualdad. La continuidad misma de la sociedad, antes de llegar a la desunión, reclama limar la desigualdad, redistribuir, mejorar el reparto: que el que tiene más tenga un poco menos, y ese poco se reparta entre quienes tienen poco o nada. Y ¿quién será el primero que meta la mano en su propio bolsillo? ¿Habrá alguno? “No esperamos nuestra comida –decía Adam Smith– de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero; la esperamos del cuidado que ellos ponen en su propio interés. No nos dirigimos a su sentido de humanidad, sino a su amor propio, y nunca les hablamos de nuestras necesidades, sino de las ventajas que conseguirán.” Las necesidades del pobre, por sí solas, no harán que la empresa particular produzca y lleve al mercado los bienes necesarios, a menos que aquél tenga efectivo para comprarlos. De nuevo citamos a Smith: “Un hombre muy pobre puede ‘demandar’ un coche de seis tiros; le podría gustar tenerlo; pero su demanda no es una demanda efectiva, ya que la mercancía nunca será llevada al mercado para satisfacerla”. Deberá el Estado resolver cómo hacer interesante para el sector privado emplear una potencial mano de obra poco calificada.
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