ENFOQUE
› Por Mario Rapoport*
Entre las sorpresas que brindó la última reunión del G-20, convocada para buscar una salida a la actual crisis económica mundial, estuvo el debate sobre la reforma de los organismos financieros internacionales. En particular del FMI, que nunca cumplió el rol que se le asignó en 1944, en Bretton Woods, cuando en vísperas de finalizar la Segunda Guerra los 45 países participantes de la Conferencia, comandados por EE.UU. y Gran Bretaña, decidieron la conformación de un nuevo orden monetario internacional. La preocupación de sus creadores se puede sintetizar en torno de tres cuestiones, en las que interviene la experiencia de la Gran Depresión de los años ’30 y el balance de poder que iba dejando el fin de la Segunda Guerra Mundial.
La primera de ellas tenía por objetivo evitar repetir el pasado. Es decir, la quiebra del sistema multilateral de comercio y pagos, con base en el esquema de patrón oro vigente hasta 1929, que se había revelado insuficiente para controlar las finanzas internacionales. Entre las causas principales del estallido estaban la imposibilidad de afrontar las deudas y reparaciones originadas por la Primera Guerra y el descontrol especulativo de los movimientos de capitales que se produjo en la Bolsa de Valores de Nueva York a fines de los años ’20. En un marco de desorden monetario, deflación, caída de la producción y de la demanda, y de millones de desocupados a nivel mundial, se había desencadenado la peor crisis histórica del capitalismo, que derivó en un nuevo conflicto bélico.
La segunda cuestión se hallaba relacionada con quién ganaba realmente la guerra en el terreno económico. En este sentido nadie podía echar sombra alguna sobre la nueva potencia hegemónica mundial en el orden financiero y monetario de la futura posguerra: los Estados Unidos. Era el único país al que el conflicto bélico había fortalecido económicamente, permitiéndole desarrollar a pleno su capacidad productiva, borrando definitivamente las secuelas de la depresión de los años ’30 y dejándole una gran liquidez y disponibilidad de bienes para vender al mundo.
La tercera cuestión se vinculaba con la idea de hacer en el plano internacional lo que el New Deal había hecho en el plano nacional en la potencia del Norte: usar el poder del Estado para “revivir y estimular” un próspero sistema capitalista de libre empresa en el cual los “desfavorecidos económicamente” recibirían también “su parte”, en las propias palabras del presidente Roosevelt. Los gobiernos aliados pensaron entonces en la creación de una institución financiera internacional que pudiera manejar lo que los mercados por sí solos no podían. Esto suponía una crítica al funcionamiento de una economía de mercado autorregulada como pregonaban los economistas neoclásicos.
Las funciones del FMI, como fueron pensadas inicialmente, estaban dirigidas a otorgar financiamiento a los países que sufrían problemas de balanza de pagos, a fin de evitar los clásicos ajustes ortodoxos, las devaluaciones competitivas y los procesos deflacionarios propios del patrón oro. Asimismo, se buscaba establecer medidas para regular los flujos de capitales internacionales, que de otro modo podrían volverse (como en el pasado) una fuerza independiente y destructiva de las relaciones comerciales entre las naciones. Por último, se pretendía que los países en dificultades pudieran asegurar políticas de pleno empleo sin agotar sus reservas: el crédito internacional serviría para que fueran capaces de implementar políticas expansivas.
Recordemos, en este sentido, el primer artículo de los estatutos de ese organismo. Allí se establecía, como uno de sus objetivos principales, “facilitar la expansión y el crecimiento equilibrado del comercio internacional, contribuyendo al fomento y mantenimiento de altos niveles de ocupación y renta real, así como al desarrollo productivo de todos los miembros”. Como señala Susan George, una de las principales economistas críticas del neoliberalismo: “Por increíble que parezca hoy día, particularmente entre los jóvenes, el FMI y el Banco Mundial eran vistos como instituciones progresistas. Se les llamaba, a veces, los ‘gemelos de Keynes’, porque eran las creaciones mentales de Keynes y de Harry Dexter White, uno de los cercanos consejeros de Franklin Roosevelt. Cuando, en 1944, se crearon estas instituciones, su mandato era ayudar a prevenir futuros conflictos, apoyando el desarrollo económico y resolviendo problemas temporales en las balanzas de pagos”.
Sin embargo, el FMI no cumplió con ninguno de esos objetivos. Por el contrario, afirmó el predominio del dólar en el orden monetario internacional y dio a EE.UU. y a las grandes potencias el manejo de sus políticas de financiamiento. En consonancia con ello, aconsejó e impuso medidas de ajuste, recesivas y de neto corte neoliberal y, a través de un renovado y activo rol financiero y de auditor internacional, se convirtió en el representante de los intereses de la comunidad financiera mundial y de las empresas multinacionales asociadas a las exigencias de los países centrales. Esto, en lugar de resolver los problemas de las naciones que recibieron sus créditos los acentuaron, incrementando la inestabilidad sistemática. La crisis de 1970 agravó la situación del orden monetario internacional, desvinculando al dólar del oro y creando un patrón dólar que permitió a EE.UU. financiarse por encima de sus posibilidades. En tanto, el sistema de cambio fijo se dejaba de lado y lo acordado en Bretton Woods perdía desde entonces vigencia.
En la última reunión anual del FMI se había planteado ya la necesidad de realizar una serie de reformas en el organismo. Entre esos reclamos sobresalió, en primer lugar, el pedido de que el Fondo otorgara créditos automáticos a los países en crisis, es decir, sin imponer “condicionalidades” para su concreción. En segundo lugar, la propuesta de modificar el sistema de representación dentro de la institución, que otorga la mayoría de los votos a pocos y poderosos países (EE.UU., la Unión Europea y Japón), haciéndola más democrática.
La actual crisis económica internacional volvió a poner sobre el tapete el rol del FMI, ahora sí con posibilidades de que se produzcan cambios de fondo en su dirección y en sus mecanismos. La experiencia de 1930 recobra brutalmente vigencia con el retorno a una crisis similar a la de aquella época. En todos estos años, desde 1944, el poder de unos pocos pudo mucho más que la intención de corregir los errores del pasado. Pero no empezamos bien. El mismo FMI, en palabras de su director Strauss-Kahn, dijo que lo peor de la recesión había pasado, cuando en verdad, como lo muestran los numerosos despidos en bancos y empresas en EE.UU. y Europa, la misma recién comienza. No hay márgenes ya para equivocarse y repetir, cíclicamente, una etapa negra de la historia.
*Economista e historiador.
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