ENFOQUE
› Por Robert Reich *
¿Para qué escribir un texto propio si otro lo explica tan bien? Para nosotros, que nos sentimos plenamente interpretados en la nota que sigue, ya resulta interesante traducirla y ponerla en circulación. El INTI entiende necesario conocer este artículo sobre la crisis global, de Robert Reich, profesor universitario norteamericano que fue por algunos años secretario de Trabajo del gobierno de Bill Clinton (E.M.M.).
A raíz del colapso del sistema bancario, los políticos y los periodistas están buscando hacia atrás todas las señales de alerta que desatendieron: la súbita popularidad de las hipotecas con poca garantía, el aumento de los instrumentos de deuda securitizada, el grave fracaso de las agencias de calificación de crédito. Pero tal vez, en lugar de las causas más inmediatas, deberíamos haber prestado atención a una luz roja mucho más básica: la inequidad.
Las maquinaciones financieras específicas que condujeron al colapso son siempre diferentes, pero la inequidad a los niveles alcanzados en Estados Unidos en 2006 (último año para el cual hay datos) es una señal nítida de peligro. El 1 por ciento más rico de los estadounidenses se llevó a casa el año pasado el 23 por ciento del ingreso nacional. En 1980, el 1 por ciento más rico se llevó el 8 por ciento del ingreso total. La última vez que el 1 por ciento superior se llevó más del 20 por ciento del ingreso fue en 1928, un año antes de la Gran Crisis.
No estoy pronosticando otra depresión, pero los paralelos entre lo que sucede ahora y lo que sucedió hace 80 años son sorprendentes. En la década del ‘20, la riqueza y el ingreso comenzaron a concentrarse en la cúpula por un número de razones: una enorme conglomeración de la industria, que recompensó con largueza a ciertos inversores y ejecutivos; la emergencia de Wall Street como impulsor de la economía, a medida que la nación se deslizaba hacia el financiamiento a través de deuda, generando grandes ganancias para los financistas; y la creciente globalización, que ponía grandes sumas de dinero en las manos de aquellos que comandaban la cima del comercio internacional.
¿Cuál fue la respuesta del gobierno a esta creciente concentración del ingreso? El presidente Calvin Coolidge bajó los impuestos a los que ganaban mayores sumas. Al mismo tiempo implementó políticas antisindicales, que redujeron el poder de negociación de los obreros de las industrias y los servicios, lo que derivó en menores salarios para ellos. La única manera que la mayoría de los ciudadanos pudo mantener su porción de la torta fue endeudarse cada vez más. Entre 1913 y 1928, la relación entre la deuda de particulares y la economía nacional total casi se duplicó.
Ese nivel de deuda no se podía sostener. El colapso comenzó con la Gran Crisis, pero continuó durante una docena de años. ¿Por qué? Cuando la gente no pudo seguir financiando su deuda, no pudo seguir comprando en el mismo nivel los bienes y servicios ofrecidos por las fábricas y las oficinas. El resultado inmediato fueron los despidos masivos, dejando a los ciudadanos con aun menos dinero. El resultado de largo plazo fue una depresión económica prolongada.
Los responsables de la política económica han aprendido mucho desde la Depresión. Cuando la economía se cae, la Reserva Federal puede expandir la oferta monetaria y luego bajar las tasas de interés, permitiendo que los consumidores y las empresas tomen préstamos más baratos. El Congreso y el presidente pueden reducir los impuestos y aumentar el gasto para compensar el bache temporario de la demanda privada.
Pero los episodios recientes al aparecer la ruptura de las burbujas de crédito y de valores inmobiliarios sugieren que podemos no haber aprendido tanto como pensábamos. Lo más importante: no hemos absorbido la lección que señala que el aumento de la inequidad es una amenaza para la economía.
Muchos economistas sostienen que los esfuerzos para contrarrestar el aumento de la inequidad son potencialmente dañinos para el crecimiento económico. En el extremo están las políticas sostenidas por Ronald Reagan, George Bush y John McCain, en que se postulan grandes reducciones impositivas para los ricos, sobre el supuesto de que los ricos usarán sus dólares extra para invertir en fábricas, máquinas e invenciones, todo lo cual promoverá el crecimiento. Esta visión ignora dos hechos básicos.
Primero, el capital es global. Hay dos formas de atraerlo. Una, hacer que los salarios sean tan bajos, las regulaciones tan mínimas y los impuestos tan pequeños que el capital global consiga un alto retorno, a consecuencia de que las cosas se han hecho tan baratas. Otra, tener una fuerza de trabajo tan productiva, una infraestructura tan moderna y un sistema de investigación tan avanzado, que el capital global obtenga un alto retorno a consecuencia de que las cosas se pueden hacer muy bien. Sólo la última estrategia puede asegurar al pueblo de una nación tener un alto nivel de vida, pero esto requiere inversiones públicas sustanciales. Y mucho de esa inversión –especialmente en educación, cuidado de la salud, transporte y saneamiento ambiental– debe ser orientada a una ancha clase media y a aquellos que están por debajo de ella. No es simplemente una razón de justicia social. Es un tema de prosperidad diseminada y de crecimiento.
Segundo, los ricos no gastan ni cercanamente la misma proporción de sus ingresos que los ciudadanos de medios más modestos. Después de todo, ser rico significa que ya se tiene más de lo que se necesita. Por lo tanto, una reducción de impuestos a los ricos no genera tanta demanda de bienes y servicios como lo hace una reducción impositiva para el trabajador medio. Un salario mínimo más alto y una mayor compensación impositiva para los que menos ganan estimularán más el gasto que los beneficios orientados a los ricos. No es una cuestión de justicia social. Es buena administración económica.
El problema económico actual nos confirma que hay menos trueque entre crecimiento y justicia social de lo que podríamos haber supuesto. Entre las muchas lecciones que la Gran Depresión nos enseñó, ésta parece ser la más dura de aprender. Estamos pagando el precio por eso.
* Publicado en American Prospect.
Traducción al castellano de Enrique M. Martínez
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