EL BAUL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
Uno recuerda con más claridad ciertas cosas que le impresionaron al vivirlas. Yo recuerdo cómo se estudiaba en 1960, al ingresar en la Facultad de Ciencias Económicas. Se leía en la sala de lectura principal, siempre colmada, incluso en sábados y domingos. Los libros eran caros, pero leerlos en la biblioteca era gratis. Para Estadística, se leía Yule y Kendall; para Principios de Economía, Samuelson; para Elementos de Análisis Matemático, Rey Pastor; para Historia Económica y Social, a Levene; para Teoría de la Producción, Distribución y Consumo, a Robbins y a Hicks, etc. Uno elegía con quién escuchar las clases y al fin del cuatrimestre se presentaba a rendir las materias que había estudiado, ante un tribunal de varios profesores. Un día aquello cambió. En la presidencia del país apareció un señor con gorrita, la Facultad se clausuró, y al cabo de un tiempo vino como decano otro señor, a quien nadie había elegido, que imaginaba a los estudiantes como unos comunistas ansiosos por cambiar todo, y cuyos movimientos debían ser vigilados y circunscriptos, por lo que puso rejas a las ventanas de la Facultad, hizo construir muros en los pasillos interiores, y creó una policía interna para evitar sus excesos. Por decreto, y más allá de la natural diversidad de las ciencias, se igualaron todas las disciplinas: se dispuso que toda materia se enseñaría en 15 semanas, en dos días de la semana, de dos horas cada día, en los pares lunes-jueves, martes-viernes o miércoles-sábado. Se dispuso que cada alumno cursaría con cierto profesor (digamos, Pérez), y aprobaría la materia rindiendo exámenes parciales con Pérez. La respuesta fue inmediata: nació la clase grabada, de muy bajo costo, en la que el alumno podía repasar las ideas de Pérez y repetirlas en los parciales. A su vez Pérez, pagado de sí mismo, como casi todos los mortales, se sentía muy gratificado viendo cómo sus enseñanzas, buenas o malas, eran compartidas por sus jóvenes alumnos. La ecuación cerraba perfectamente. Leer libros era tarea del profesor, no del alumno. Se multiplicaron como hongos, alrededor de la Facultad, los negocios que vivían de la industria de la clase grabada. La enorme sala de lectura se fue despoblando, al no haber quién pidiera libros. Las grandes editoras –Aguilar, Fondo de Cultura, Ateneo– con sucursales cerca de la Facultad, se fueron. Adiós leer a eminencias. Hola, mediocridad.
La investigación histórica no se detiene nunca, y a veces, sobre textos en los que posaron sus ojos centenares o miles de estudiosos pretéritos, ojos nuevos hacen emerger de ellos algún escrito insospechado. ¿Cuántos leyeron la colección del Correo de Comercio, el periódico fundado por el primer padre de la Patria, el licenciado Manuel Belgrano, en 1810, poco antes de la Revolución de Mayo? Producida esta última, Belgrano debió abandonar Buenos Aires. La dirección del periódico pasó entonces a Juan Hipólito Vieytes, cuya suerte política selló el destino del periódico: al ocurrir la asonada de abril de 1811, y tener que huir Vieytes, el periódico dejó de aparecer. Ambos próceres eran muy diferentes, tanto en la formación recibida como en sus simpatías económicas: Vieytes era adicto a Smith y a divulgadores liberales, como Foronda, mientras que Belgrano se había iniciado con Genovesi, leído a Filangieri y traducido a Quesnay. Las páginas del Correo acogieron artículos como “Economía política” (25 de agosto), basado sobre Foronda y apólogo del libre mercado, y “Comercio” (1º de setiembre), que reproducía las máximas de comercio exterior de Genovesi. Parece obvio quién escribió cada cual. El segundo, además, es parte de un escrito más extenso, que con la cláusula “Se continuará” se extendió a todos los números siguientes, hasta el último, publicado el sábado 6 de abril de 1811. El académico Carlos Segretti propuso que se trataba de un libro de economía, escrito por Belgrano y titulado Comercio, a la manera del tratado de Genovesi (Lecciones de Comercio). Con sistematicidad y espíritu didáctico, Belgrano iba presentando los contenidos, conceptos y vocabulario del comercio, la concurrencia, la agricultura, las manufacturas, la navegación, los seguros, el cambio, la circulación del dinero, el crédito –general y público, en sus dos ramas– y los bancos. Tal vez el desarrollo completo de este verdadero tratado de economía hubiese requerido un año más. Las pasiones políticas no lo permitieron. Lo que no puede negarse es que se trataba de una verdadera obra general sobre economía, y la primera y única obra de economía publicada al momento del “gran despertar” que fue la Revolución de Mayo. De haber vivido más, es imaginable que Segretti habría promovido formar un grupo interacadémico dirigido a una edición crítica de esta obra, aún inédita.
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