TIPO DE CAMBIO, INVERSIONES, APERTURA Y POLíTICA INDUSTRIAL
La alternativa al método empleado en 1976 y en los ’90 podría ser una fuerte política de ingresos que encauce a los empresarios para moderar la inflación y permitir una suba gradual de los salarios reales.
› Por Fabian Amico y Alejandro Fiorito *
Ciertas lecturas evocan las ideas de Juan B. Justo, quien hizo del librecambio y la moneda sana dos de sus banderas fundamentales, y para el cual el proteccionismo perjudicaba a los trabajadores por los altos impuestos que tenían los bienes de consumo. Algo del eco de Juan B. Justo resuena en el artículo de Juan Graña (“Ortodoxias nuevas y viejas”, Cash, 9 de agosto de 2009). Embanderado en una posición progresista, esa visión aparece sustentada, sin embargo, en una matriz puramente ortodoxa, involuntariamente cercana a la lógica del liberalismo tradicional. El autor despotrica contra el tipo de cambio alto por su contrapartida de salarios reales bajos, y alude al fracaso de tal estrategia. Cuestiona algunos núcleos del planteo devaluacionista. Por ejemplo, al argumento de que la devaluación permitiría “ganar tiempo” para en el “entre tanto” aumentar la productividad, responde bien que “ese ‘tiempo’ no provoca nada por sí mismo, y es sólo mediante políticas industriales que logra objetivos”. Reclama, por tanto, discutir tales políticas en lugar de aplicar una nueva devaluación. Señala, a su vez, que pocos “incentivos” a la inversión se generan “si cada vez que se reducen las altas ganancias empresarias por el alza salarial, hay compensaciones vía devaluación”. Propone otras alternativas “que premien los incrementos genuinos de productividad”, al tiempo que “se impulsa a las empresas a seguir ese camino por medio de la competencia”. Y sugiere hacerlo “ya sea mediante los necesarios incrementos salariales rezagados desde hace años, o la reducción de los márgenes de protección efectiva ya ocasionados por el proceso inflacionario”.
El planteo, a pesar de algunos aciertos, tiene errores sustanciales. Supone que un menor nivel de protección aumentará la competitividad y estimulará la inversión. Olvida que ese experimento ya se realizó en 1976, con baja de aranceles y persistente retraso cambiario, apuntando a “disciplinar” a los trabajadores, previa “puesta en caja” de los industriales “ineficientes”. Vía sobrevaluación cambiaria, “se multiplicaron las importaciones, sustituyendo trabajo doméstico por extranjero, y hubo auge del turismo de clase media” al extranjero. Así se destruyó gran parte de la industria surgida en los 40 años previos y se abortó el incipiente proceso de crecientes exportaciones industriales. Un segundo ensayo de reducción de protección tuvo lugar en los años ’90. El tipo de cambio se ancló en un nivel muy bajo y los salarios de quienes conservaron el empleo fueron más altos que los actuales. Pero la base era un endeudamiento insostenible y ese modelo colapsó cuando se acabaron los préstamos. La economía se reprimarizó al ritmo del retraso cambiario, desindustrializando el país y fijando una tasa de desocupación inédita, por encima del 20 por ciento.
Como la reducción de la protección equivale a una mayor apertura a la competencia importada, subyace en Graña una idea (muy poco socialista) según la cual el mercado per se sería un eficiente “asignador” de recursos y merced a la competencia, así instaurada, mejorarían la competitividad y la productividad. Pero el supuesto de una relación inversa entre grado de protección y eficiencia –o productividad– es totalmente arbitrario. La menor protección y el alza salarial propuestas parecen ser condiciones para una mejora real de los salarios. Pero históricamente fueron los aranceles los que permitieron a las empresas absorber, con rentabilidad, costos laborales mayores. Precios y salarios industriales subieron frente a los precios agropecuarios. Esto, a su vez, dio a los asalariados una capacidad de compra extra de bienes industriales. Aunque desde 2002 los salarios permanecieron en un nivel bajo, la reducción de los márgenes de protección no hará que suban sino al contrario. El nivel del salario depende del poder de negociación de los grupos sociales que disputan el excedente; un mayor margen de protección puede muy bien traducirse en un salario real bajo (como hoy) o en salarios altos (a costa de la renta agropecuaria) como sucedía antes. Pero la reducción de los márgenes de protección es, sin dudas, una lápida para el empleo y el salario.
La inversión sólo crece cuando crece el mercado y nunca es inducida por la “competencia” (nadie invierte cuando la competencia externa lo desplaza). Los experimentos “aperturistas” fueron los que llevaron a una reducción sistemática del salario real de largo plazo, y debilitaron el poder negociador de los trabajadores. Además, desentenderse de la política cambiaria finalmente conduce también a políticas contractivas. Es cierto que un tipo de cambio alto supone, sin más, un salario real bajo. De allí la importancia de las devaluaciones compensadas, como proponía Marcelo Diamand. No sólo mediante retenciones sino también mediante otros mecanismos (subsidios, desgravaciones impositivas, etc.), apuntando a un sistema de tipos de cambio múltiples, distintos (más altos) para la industria que para el agro. Parte del remedio es la aplicación de las políticas industriales que Graña reclama, pero esto va en sentido opuesto al juego de la ruleta rusa que supone la reducción de la protección.
El “eficientismo” fue empleado para controlar la inflación crónica, “disciplinando” la puja distributiva y hundiendo el salario. La existencia de un margen de protección efectiva haría posible fijar precios y salarios por acuerdo entre empresarios y asalariados, con el arbitraje decisivo del Estado. La alternativa al método brutal y contractivo empleado en 1976 y en los ’90 podría ser una fuerte política de ingresos que encauce a los empresarios para moderar la inflación y permitir una suba gradual de los salarios reales, un método que por lejos rendiría más frutos a los trabajadores que la inadvertida evocación de las viejas consignas de Juan B. Justo.
* Economistas del Grupo Luján e investigadores de la Universidad Nacional de Luján.
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