ENFOQUE
› Por Eduardo Lucita*
El ciclo económico expansivo posconvertibilidad promovió que los principales indicadores sociales registraran mejoras importantes comparados con el 2002. Sin embargo, estos mismos índices comenzaron a deteriorarse desde mediados del 2007. Todos los datos disponibles indican un potencial agravamiento de ese cuadro social a pesar de las diversas medidas contracíclicas tomadas por el Gobierno. Informes regionales dan cuenta que Argentina junto con Brasil son quienes más fondos, en términos de PBI, han destinado a contrarrestar las tendencias de la crisis. El superávit fiscal, acrecentado por la positiva recuperación de los fondos de las AFJP, ha sido la fuente de recursos para impulsar la obra pública; subsidiar, sin demasiado éxito, la oferta de automotores y electrodomésticos; sostener los planes sociales, de por sí escasos e insuficientes, con los que se intenta contener la pobreza y la indigencia; apoyar los emprendimientos productivos y empresas recuperadas, que con mucha iniciativa y capacidad llevan adelante los movimientos de desocupados y los trabajadores autogestionados; asistir a las empresas para garantizarles sus tasas de ganancias, pero también para que inviertan y proteger el empleo.
Esta fuente se está agotando por la sencilla razón de que el gasto ha crecido mucho más que los ingresos. Por ahora se mantiene el superávit primario, pero si se computan los servicios de la deuda las cosas cambian. Por si fuera poco los gobernadores ya han manifestado la intención de mejorar su participación en la caja fiscal mientras intentan resistir cualquier reducción de los fondos destinados a obras públicas. Así aumentan las tensiones sobre las finanzas estatales. Desde distintos sectores de la oposición y algunos medios de comunicación se han levantado señales de alarma, sin reparar que aún el resultado más negativo se ve insignificante frente al déficit del 13 por ciento de los Estados Unidos, el 7 por ciento de Francia, el 10 por ciento de España o el 14 por ciento de Gran Bretaña. Esto no puede ocultar que ingresamos en un período de restricciones fiscales que se hará sentir el año próximo.
Es demasiado ostensible la subordinación de la oposición política a los intereses materiales de las corporaciones. Estas, verdaderas triunfadoras de las reciente elecciones, ya se han posicionado para el diálogo. Su agenda se inscribe en la lógica del capital: reducir la carga tributaria a las empresas (léase baja de retenciones e impuestos y menores aportes a la seguridad social), aumento de tarifas o mayores subsidios y cubrir el bache de las finanzas públicas bajando el gasto y regresando al FMI. En la UIA parece que se va imponiendo la línea Techint, no presionar tanto por la devaluación –el tipo de cambio actual es más que competitivo– y superar la crisis como siempre, por mayor productividad del trabajo (léase menos empleo, menores salarios y mayores ritmos de producción). En consecuencia avanzan con su agenda y condicionan el diálogo.
El Gobierno tiene también su propia agenda que, salvo alguna carta escondida en la manga, no es otra que mantener el curso actual. ¿Pero cuál es la agenda que debiera inscribirse en la lógica de los trabajadores y sectores populares? Economistas reconocidos internacionalmente (Krugman, Samuelson, Roubini, Amartya Sen, entre otros) señalan que la crisis se encamina a un estancamiento de larga duración: “nipponización” es el término a la moda. Que la recuperación será muy lenta y más lenta aún será la del empleo. En este cuadro las políticas sociales implementadas por el Gobierno sólo postergan el problema y no implican solución duradera.
Resulta imprescindible que se declare la emergencia laboral y en este marco obtener la prohibición de despidos y suspensiones hasta tanto dure la crisis, evitando así que nuevos contingentes se sumen a la desocupación y la pobreza. Complementariamente reducir la jornada de trabajo y repartir el trabajo existente para absorber la desocupación actual y que los trabajadores se beneficien de la mayor productividad alcanzada. Este mayor nivel de ocupación debiera ser acompañado de un incremento de los salarios y las jubilaciones mínimas y la universalización de un ingreso que contemple las necesidades de las familias desocupadas y los trabajadores informales sin protección alguna, junto con la eliminación del IVA a los productos de primera necesidad. Las empresas han tenido enormes tasas de ganancias en estos años y pueden absorber estos mayores costos, en todo caso debiera instrumentarse un sistema de auxilio para quienes demuestren dificultades económicas, pero deben computar que se obtendría una demanda genuina que se volcaría al mercado interno.
Sin dudas se plantearán problemas de financiamiento al Estado y esto requiere dar un vuelco en la actual regresividad de nuestra política tributaria. En lo inmediato es posible reestructurar la política de subsidios, gravar las rentas financieras, reponer el impuesto a la herencia, extender las retenciones a la actividad minera y petrolera, controlar a la banca e instrumentar una política que frene la fuga de capitales. Es apenas un programa de emergencia que marca una orientación distinta para salir de la crisis y abrir posibilidades para transformaciones más profundas. Los trabajadores y los sectores populares, sus organizaciones sindicales y sociales debieran tomar nota de la posible deriva de la crisis actual. Se corre el riesgo de que, como tantas otras veces, el dios mercado haga inevitable el ajuste
* Integrante del colectivo EDI-Economistas de Izquierda.
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