EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
No sin motivo, el escocés Carlyle en 1849 llamó a la economía la ciencia lúgubre (the dismal science). En efecto, la economía se ocupa en los bienes económicos, o sea aquellos escasos, o cuya oferta no alcanza a satisfacer toda la demanda que existe de los mismos; o bien, vistos desde otro lado, son aquellos que deben dejar insatisfecha a una parte, mayor o menor, de la demanda. Los bienes económicos son, pues, excluyentes: una parte de la población que los necesita o los desea está condenada a privarse de ellos, por meras razones de desigualdad económica. Por otro lado, los bienes gratuitos, que la economía llama bienes libres, no imponen limitación alguna a la satisfacción plena de su demanda a precio cero. Sin embargo, los bienes que solían referirse como libres, hoy tienen una condición muy diversa: el aire sigue siendo gratuito, aunque su pureza fluctúa según el grado de polución ambiental; el agua domiciliaria ya no es más un bien libre y debe pagarse a tanto por litro. El bien que hoy se propone como gratuito es el fútbol televisado. Como el proponente es el Gobierno, podríamos suponer que el vector de transmisión es la TV pública, antes conocida como Canal 7. La primera fecha del actual campeonato ya se televisó de la manera indicada: un sábado, un partido tras otro, ocupando prácticamente todo el día de transmisión, arrasando las transmisiones antes programadas, que nunca llegaron a verse. Por ejemplo, el ciclo Cine de siempre, que revisa la historia fílmica de este país. Otro tanto aconteció con ciclos de similar calidad cultural, como Ventana documental, de inestimable valor para conocernos más. Ni estas ni otras transmisiones nuevas hubieran podido tener su lugar sin sacrificar otro tanto de las transmisiones existentes. Los economistas conocen muy bien esta suerte de “precio” al que denominan costo de oportunidad. También aportan criterios para decidir si el cambio es socialmente deseable. Pero como no se puede comparar la utilidad que gana el que mira los partidos con la utilidad que pierde el que deja de ver los programas culturales, es poco lo que el economista puede decir. Tal vez el tema deba quedar circunscripto a la opinión subjetiva. En lo que a mí concierne, puesto a elegir, ver durante hora y media a 22 grandulones disputando una pelota, no me compensa privarme de ver una obra que enaltece al género humano, como la 9ª Sinfonía de Beethoven.
No cabe duda de que los hechos económicos ocupan buena parte de nuestra vida. Pero son tantos que sería imposible conocerlos a todos en particular. A lo sumo podríamos agruparlos en tipos de hechos económicos. Ya en los comienzos del siglo XIX, Juan Bautista Say agrupó a los fenómenos económicos en Producción, Distribución y Consumo. Hoy esas agrupaciones se subdividen decenas de veces. Hoy no hablamos de “producción” en general sino de distintas tecnologías (como “tecnología tipo Leontief”, etc.), o distintas condiciones de los insumos (como “rendimientos constantes a escala”, etcétera). El conocimiento económico, como el conocimiento científico en general, avanzó desde el mero registro descriptivo y clasificatorio hasta grados crecientes de abstracción. Hoy se exige, a quien pretenda referirse a un fenómeno desde un enfoque económico, que presente un modelo completo y coherente, esto es, con el enunciado explícito de los supuestos admitidos como válidos, sus reglas de deducción y los enunciados observables. Sólo si los enunciados observables coinciden con los datos de la realidad se determina la aceptación del modelo. Pero, en tal caso, el modelo mismo se convierte en algo superior: una teoría. En la historia de la ciencia económica de los últimos doscientos años, los economistas han producido tanto teorías –como la Teoría general de John Maynard Keynes, El Capital de Karl Marx, la Riqueza de las naciones de Adam Smith– como puros modelos (los Elementos de economía política pura de Leon Walras). El político y epistemólogo griego Andreas Papandreou, en su libro La economía como ciencia, que acaba de cumplir medio siglo, afirmaba que la ciencia económica está constituida por modelos y teorías. Un modelo, pues, cobra eficacia cuando sus enunciados últimos u observables son puestos en relación con los datos económicos correspondientes a cierto lugar y tiempo. El dato empírico fidedigno potencia el valor explicativo del modelo económico y acrecienta la utilidad social de las teorías económicas e incluso permite aprovechar los esfuerzos de otras culturas en la construcción de modelos mejores. E inversamente, la sola disponibilidad de cifras adulteradas por espurias razones políticas no lleva más que al desaprovechamiento de herramientas útiles, construidas con el solo fin de ensanchar el conocimiento y mejorar la sociedad.
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