EL BAúL DE MANUEL
› Por Manuel Fernández López
El término “monopolio”, del griego monopoleion, no sólo significa un solo vendedor: se ha empleado durante milenios para designar prácticas sociales tan diferentes, que a veces usarlo oscurece antes que aclarar, y debiera indicarse en qué sentido se lo emplea (en todo caso usarlo siempre con un mismo significado). En los días que corren se ha hablado infinidad de veces del monopolio y su erradicación, como si se tratara de un tumor maligno contra el que debe luchar el poder público, más grave aun que la pobreza, la desnutrición infantil, el analfabetismo y la carencia de salud. En su uso más antiguo, un monopolio nacía cuando el poder público otorgaba a un único beneficiario el exclusivo goce de un recurso escaso. Por ejemplo, el uso de una franja de tierra para tender en ella un camino de hierro: los parlamentarios argentinos de la década de 1880 se disputaban otorgar tales privilegios o concesiones (con los dinerillos que traían aparejados) a compañías extranjeras. El caso no era muy distinto a otorgar hoy un espacio exclusivo en el espacio radioeléctrico o concesionar un servicio de subterráneo. El mismo espacio no podría ser explotado por dos empresas distintas. En este sentido se usaba el término en la Edad Media para designar el ejercicio de una actividad económica con exclusividad. Y el término “exclusiva” era el usado en la colonia para designar a las empresas con concesiones exclusivas. Hoy el uso antiguo pasó a ser uno de los rasgos de las estructuras de mercado en general, a saber: la existencia de barreras institucionales al ingreso a un mercado o al egreso del mismo. La formulación económica moderna la debemos a Antoine Augustin Cournot (1838), matemático y filósofo francés, que la expresó como un mercado en el que el vendedor tiene la capacidad de fijar su nivel de producción allí donde su costo marginal es igual al ingreso marginal. La interpretación gráfica del “monopolio de Cournot” como un cruce de curvas de costo marginal e ingreso marginal se debe al ingeniero ferroviario jujeño Alberto Schneidewind, recibido en la UBA y docente en la Facultad de Ciencias Económicas, quien la publicó en 1918 en el libro Investigaciones sobre economía matemática. Este gráfico fue redescubierto por Harrod y sirvió a Joan Robinson (1933) para exponer la teoría de la competencia imperfecta, y ver la realidad económica como un mundo de monopolios.
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