Dom 24.04.2011
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La pelea...

› Por Cenda *

A partir de 2007 y luego de cuatro años de un intenso crecimiento que expandió la economía a tasas cercanas al 9 por ciento anual, en Argentina comenzó a registrarse una marcada aceleración de los precios. Los representantes de la ortodoxia reaccionaron con rapidez y, hasta podría decirse, con una cuota de goce perverso. Para ellos la inflación obedece a tres determinantes:

1. La exagerada emisión monetaria.

2. El descontrolado crecimiento de la demanda agregada.

3. Los desmedidos aumentos salariales.

Este diagnóstico es el pretexto perfecto para agitar sus inoxidables banderas, aquellas que habían tenido que replegar discretamente después del estrepitoso fracaso de sus políticas durante los años ‘90. Sin siquiera tomarse la molestia de revisar sus convicciones luego de haber generado la más profunda crisis económica de la historia, los muertos–vivos del pensamiento ortodoxo regresan para repetir su decálogo de políticas antiinflacionarias.

Antes que nada, por vocación monetarista, reclaman la restricción de la emisión de dinero y del crédito, junto con el aumento de la tasa de interés. Al mismo tiempo, exigen poner a raya el presuntamente descontrolado crecimiento de la economía, enfriando la actividad mediante la reducción del gasto público. Por último, exigen que el Estado controle la presunta causa de la inflación que más fastidio les provoca: los aumentos de salarios. En este punto, los propios liberales se olvidan de las supuestas virtudes del libre mercado y claman por un Estado activo en la represión salarial.

Este es el porqué del alborozo de la ortodoxia: según su recetario, un gobierno comprometido con la batalla antiinflacionaria debe implementar una férrea política de ajuste: monetario, fiscal y salarial. Lógicamente, se trata de una forma de revertir las actuales tendencias de la política económica, restringiendo la intervención del Estado en la economía y reduciendo la participación de los asalariados en el Producto. Así, bajo el disfraz del combate contra la inflación, lo que pretenden es introducir por la ventana las mismas políticas que la sociedad repudió en las calles y en las urnas.

La falta de credibilidad de las estadísticas públicas vino a enturbiar la crucial discusión sobre los determinantes de la inflación. Si bien es claro que la disponibilidad de información fidedigna sobre la evolución de los precios es central para comprender el fenómeno, en su afán opositor no son pocos los analistas que han puesto el carro por delante de los caballos, transformando a la calidad de la información en la causa misma del fenómeno inflacionario. Es que para el pensamiento macroeconómico hoy dominante, las expectativas cumplen un rol central en el proceso de fijación de precios, hasta el punto de determinarlos. Según sostienen, en un contexto de mayor incertidumbre los precios se elevan debido al comportamiento precautorio de los agentes, que los remarcan “por las dudas”. En otras palabras, la inflación se convierte en producto de la mera creencia de que hay inflación, en un ejemplo quijotesco de las llamadas profecías autocumplidas.

Así se llega al frágil argumento de que la falta de confianza en las cifras oficiales no sólo priva a la sociedad de la información adecuada, sino que es la principal causa del aumento de los precios. Por esta vía, algunos economistas pretendidamente “heterodoxos” adhieren a explicaciones eminentemente subjetivas y terminan ofreciendo recomendaciones de política económica similares a las que ofrece la ortodoxia.

En rigor, la teoría de las expectativas no ha sido más que una sofisticada forma de contrabandear las mismas viejas y fracasadas recetas antiinflacionarias, que pretenden reducir la inflación a costa de implementar un ajuste recesivo que recae por entero sobre la clase trabajadora y los sectores más desprotegidos de la sociedad.

Desde nuestra perspectiva, la aceleración de la inflación que comienza a observarse hacia finales de 2007 y persiste hasta el presente no tiene como causa ni una emisión monetaria descontrolada, ni un aumento exagerado del gasto público, ni los incrementos de los salarios, las jubilaciones o los ingresos derivados de las políticas sociales, ni mucho menos la incertidumbre respecto de las estadísticas públicas. Como hemos mostrado en numerosos estudios, la inflación en la posconvertibilidad obedece a motivos de otra índole.

Un régimen de dólar caro en una economía abierta y en expansión enfrenta, por su naturaleza, serios problemas para lidiar con un escenario internacional signado por el aumento en los precios de los productos primarios. Aunque se encuentre sospechosamente ausente en los diagnósticos ortodoxos, es difícil pasar por alto el hecho de que el principal impulso inflacionario que hoy afecta a la economía argentina es de carácter importado.

En un contexto de incremento de los precios internacionales, este empuje externo se traduce primeramente en la economía local en una suba de los precios de los bienes transables respecto de los no-transables, es decir, en una modificación de precios relativos. Una de las especificidades de la economía argentina radica en que los bienes transables ocupan un lugar preponderante en la canasta de consumo de la clase trabajadora. En un marco de menor desempleo, esos aumentos son compensados mediante aumentos del salario nominal como única forma de defender el poder adquisitivo de las remuneraciones. De esta manera, el impulso inflacionario importado termina de transmitirse a la totalidad de los precios una vez que esos incrementos defensivos del salario nominal son trasladados a precios por los productores de bienes no transables, gracias a que estos productos no están sometidos a la competencia del mercado internacional.

Sin embargo, lo que finalmente convalida este proceso de transmisión del impulso inflacionario es la propia evolución del tipo de cambio nominal. Es en este punto donde reside la particularidad del fenómeno inflacionario como manifestación del atraso relativo de la estructura industrial local. En un contexto donde el reacomodamiento del precio relativo de los bienes no transables ocurre mediante un proceso inflacionario, el gobierno debe acompañar ese fenómeno con paulatinos aumentos del tipo de cambio nominal de manera de evitar la apreciación real de la moneda. Con una estructura productiva heterogénea y una industria relativamente rezagada (debido antes que nada al proceso de desindustrialización liberal iniciado por la dictadura militar de 1976 y profundizado hasta límites insospechados por la implementación del uno a uno), el entramado productivo local sigue dependiendo de manera sustancial de la competitividad cambiaria.

No obstante, como ha pasado otras veces en la historia argentina, la protección cambiaria de la industria encuentra tarde o temprano sus límites, de modo que el manejo de la política cambiaria se enfrenta hoy con un dilema irresoluble: frenar la inflación utilizando al tipo de cambio como ancla nominal de la economía, o intentar recuperar competitividad por la vía de la devaluación, a riesgo de fogonear el proceso inflacionario y, con esto, ingresar en una espiral de difícil salida.

Por lo tanto, en los antípodas de las prescripciones ortodoxas, el medio más directo para combatir este tipo de inflación en el corto plazo es la aplicación de retenciones progresivas a las exportaciones que desvinculen los precios internos de los internacionales. En esta línea se encontraba la fallida Resolución 125, que habría contribuido a redistribuir parte de la renta de la tierra hacia la industria local, al tiempo que habría armonizado el proceso de aumento del salario real.

Sin embargo, no son las retenciones la única herramienta de política que permitiría sortear con éxito la encrucijada actual. Como ya se dijo, la inflación es la expresión del relativo atraso de la industria local y de su necesidad de protección en un contexto de cambio exógeno de los precios relativos. Migrar desde un esquema de protección cambiaria a una estrategia basada explícitamente en la industrialización con un decidido involucramiento del Estado no sólo es el único camino posible hacia el desarrollo nacional, sino que constituye a la vez la única política antiinflacionaria efectiva que no busca la estabilidad de los precios a costa del estancamiento y, por tanto, de la represión de todas y cada una de las aspiraciones de la clase trabajadora.

Por esta razón, el sendero de reconstitución del tejido productivo nacional que comenzó a aflorar en la posconvertibilidad debe consolidarse como el camino ineludible hacia la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores. El desarrollo económico no es un resultado automático de la economía de mercado que brota una vez que se establecen algunos lineamientos básicos desde la política económica.

Al contrario, el desarrollo nacional es un proyecto de país que se encuentra permanentemente en pugna y que es amenazado por algunos grupos de poder que hoy recuerdan con nostalgia los “gloriosos” años ‘90. El regreso de los muertos-vivos que repiten sin cesar su recetario recesivo debe ser hoy más que nunca combatido por un proyecto que represente los intereses de los trabajadores y que tenga como irrenunciable vía la decidida industrialización del país

* Centro de Estudios para el Desarrollo Argentino.

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