Dom 27.11.2011
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El fin de la universalidad

› Por Claudio Scaletta

La deshonestidad intelectual de algunos discursos no deja de sorprender. Desde el inicio del camino iniciado para superar el fracaso de la convertibilidad, el neoliberalismo vernáculo criticó cualquier forma de subsidios. No sólo los asoció al gasto, sino a la corrupción. Parte de su cruzada fue poner el foco en las injusticias propias de la universalidad, generalmente hablando en primera persona: “¿Cómo puede ser que me subsidien a mi?”. Razonamiento que no se aplica, por ejemplo, cuando se habla de las rentas financieras. Con estos antecedentes, resulta cuanto menos notable que en las últimas semanas, cuando finalmente el Gobierno decidió a avanzar en la complejo desmonte de la universalidad en algunos subsidios, quitándolos de los sectores que no los necesitan y solamente a ellos, la prensa hegemónica y los analistas de la city presentaron las decisiones como una catástrofe de gran impacto sobre los consumidores y las variables económicas. La deshonestidad intelectual llegó a tal punto que hasta no faltaron ortodoxos hablando del impacto en la demanda que provocará la reducción del ingreso disponible.

Ante tanta confusión, a veces, lo más simple es comenzar por el principio. La política económica tiene dos dimensiones: la política monetaria y la política fiscal. A la vez, esta última tiene dos instrumentos: los impuestos y las transferencias. Los subsidios son una de las formas de las transferencias. Esto es necesario aclararlo, porque sigue escuchándose la palabra “distorsivos”. ¿Distorsivos de qué? ¿Del equilibrio metafísico de los mercados perfectos? ¿De la libertad inmaculada de la oferta y la demanda en mercados oligopólicos? En rigor, la acción de la política económica es distorsiva por su propia naturaleza. Decir que un impuesto o una transferencia son distorsivos es pleonasmo.

Luego, la política económica es algo que ocurre en el siglo, en el tiempo, no en el vacío. Una de las tantas inconsistencias que dejó la década del noventa fue una estructura de empresas de servicios públicos privatizada, lo que no sería la raíz de mal si no hubiesen sido privatizadas en la inconveniente posición de “arrodillados vergonzosamente”, como reconoció en su momento frente al Congreso Nacional el reaparecido privatizador serial Roberto Dromi.

Privatizar arrodillados vergonzosamente no sólo significó vender a precio vil las empresas públicas, capital social sometido previamente a un prolongado proceso de deterioro, sino renunciar a la soberanía jurídica y monetaria del Estado nacional. Así, la relación con “las privatizadas” quedó bajo la jurisdicción de tribunales internacionales y las tarifas abonadas por los consumidores argentinos fueron referidas al valor del dólar y ajustadas por la inflación de Estados Unidos.

Este carácter visionario de la dirigencia noventista fue el que, luego de la más que predecible salida de la convertibilidad (¿o alguien creyó que un régimen basado en la permanente entrada de capitales podía durar para siempre?), dio lugar a los juicios de muchas de estas privatizadas ante el Ciadi, el tribunal arbitral del Banco Mundial, por ruptura de contratos. Y un dato previo de consecuencias ulteriores: las nuevas privatizadas se transformaron en subsidiarias de matrices europeas o estadounidenses, lo que, otra vez en el siglo, se tradujo no sólo en un constante flujo de remisión de utilidades que hoy, por ejemplo, pesa sobre la restricción externa que acecha a la economía local, sino también en el endeudamiento externo, muchas veces con las propias matrices. Las privatizaciones no sólo fueron ruinosas cuando ocurrieron, sino que dejaron una pesada herencia que, de una u otra manera, continúa pagándose en el presente.

Terminado el régimen de convertibilidad, el panorama de las privatizadas era desolador. Por un lado juicios en el Ciadi, por otro, tarifas pesificadas que impedían desde el sostenimiento operativo al pago de deuda externa de las empresas. Tratándose, en la mayoría de los casos, de la provisión de servicios públicos y energía, la solución debió ser impulsada por el Estado. A lo largo del tiempo, los mecanismos fueron variados, desde las reestatizaciones en los casos más insostenibles (Correo, Aguas, Aerolíneas) a los subsidios. Que las tarifas hayan sido subsidiadas significó dos cosas. Primero, el mantenimiento de los ingresos de las empresas proveedoras, aunque no al 100 por ciento en dólares, ya que los costos pasaron a ser en pesos. Segundo, un menor costo para los usuarios: familias y empresas en general. Así, vía las transferencias del Estado bajo la forma de subsidios, la totalidad de las empresas de la Argentina resultaron beneficiadas en su estructura de costos. Costos más bajos significaron más competitividad y más ganancias. Luego, las familias, al pagar menos por los servicios, tuvieron un mayor ingreso disponible, lo que se volcó al consumo y traccionó la demanda agregada, retroalimentando, vía el multiplicador keynesiano, el crecimiento de la economía. La intervención vía subsidios resultó no sólo necesaria, sino virtuosa. Claro que los que continuaron y continúan mirando con anteojeras neoliberales, con perspectiva estático-contable, sólo siguieron viendo gasto. Al igual que “los expertos” que profundizan la crisis europea del presente, no fueron ni son capaces de comprender las interacciones económicas que determinaron que dicho “gasto” resultara autofinanciado por el propio crecimiento.

Pero en economía, como en todo, nada es para siempre. Las condiciones no son estáticas. Inicialmente los subsidios en las tarifas fueron para todos. Pero a medida que la economía comenzó a normalizarse en la poscrisis, la universalidad comenzó a evidenciar injusticias. Se volvió evidente que parte de los recursos públicos se transferían a sectores que claramente no necesitaban ser subsidiados; un desajuste inmanente a cualquier política de transferencias de carácter universal. Había llegado el tiempo de la sintonía fina; de comenzar a retirar los subsidios sobre aquellos sectores en los que, se presume, se consigue un efecto multiplicador menor para, después, pensar que la reorientación de los subsidios también pueden funcionar como una herramienta de redistribución funcional y espacial del ingreso. No debe dejarse de lado que es tan absurdo subsidiar, por ejemplo, los consumos eléctricos de los sectores acomodados del norte del Gran Buenos Aires, no sólo en los barrios cerrados, como que todos los habitantes del NEA o la Patagonia financien el transporte urbano de Buenos Aires. Tampoco es lo mismo subsidiar a una firma aceitera con alta concentración orgánica del capital que a pymes industriales. El problema de siempre es que la sintonía fina es más fácil de enunciar que de aplicar, más aun en un aparato de Estado todavía en reconstrucción

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