REFORMA IMPOSITIVA
› Por Diego Rubinzal
El Impuesto al Valor Agregado (IVA) se incorporó al sistema tributario argentino durante la tercera presidencia peronista, sustituyendo a un impuesto nacional (a las Ventas) y a otro provincial (sobre las actividades lucrativas). A partir de entonces, el IVA pasó a ser el principal recurso tributario del Estado nacional. Los impuestos a los consumos suelen ser regresivos en materia distributiva. Es decir, los sectores de menor capacidad contributiva soportan una mayor presión tributaria. Eso ocurre en el caso del IVA a pesar de que ciertas dispensas legales (exenciones, alícuotas reducidas para ciertos productos y actividades) atenúan el sesgo regresivo.
La ley 20.631, sancionada a fines de 1973, preveía una alícuota general del 13 por ciento y una específica (para determinadas ventas y locaciones) del 21 por ciento. Además, establecía un extenso listado de productos exentos (medicamentos, alimentos y bebidas, materiales de construcción, libros, artículos de limpieza). En IVA Progresivo. ¿La más maravillosa música?, el economista Alfredo Iñiguez señala que “la existencia de alícuotas superiores para los bienes y servicios superfluos o que representaban una manifestación de riqueza y la amplia gama de exenciones garantizaba que este impuesto fuera progresivo”. La ampliación de la base imponible durante la dictadura militar marchó en sentido opuesto. A su vez, la regresividad del IVA se acentuó durante la década del noventa.
Distintos dirigentes políticos y sociales proponen la reducción (o eliminación) del IVA para los productos integrantes de la canasta básica. En la actualidad existe una amplia gama de productos/actividades exentos/as (leche, agua ordinaria natural, medicamentos, libros, la educación privada oficial, la locación de inmuebles para casa-habitación y rurales, el sepelio, los espectáculos deportivos, los taxis y remises (hasta 100 km), los geriátricos) o con alícuota reducida (carnes, pan, frutas, verduras, granos y legumbres secas, miel, harina de trigo, animales vivos, cuero bovino, fertilizantes químicos de uso agrícola, construcción de viviendas, diarios y revistas, taxis y remises (más de 100 kilómetros), asistencia sanitaria médica, cooperativas de trabajo).
La ampliación del listado de productos que gozan de una alícuota reducida (o incluso la exención total de los mismos), ¿se trasladaría al consumidor? Si fuera así, ¿en qué proporción? Iñiguez entiende que “dependerá de las características de cada mercado (grado de concentración de la oferta y elasticidad de la demanda). A priori, se puede afirmar que la probabilidad de éxito... será mayor en una fase contractiva que en una expansiva del ciclo, pero nada garantiza (salvo los supuestos de la competencia perfecta) que se reduzcan los precios, aun en una recesión. Hay que tener en cuenta, también, que el efecto en precio, si lo hubiere, sería por única vez y el riesgo de que, poco tiempo después, se vuelva al precio anterior es bastante alto. Ni siquiera con un estricto control de precios se podría garantizar su perdurabilidad en el tiempo. Y el Estado habría perdido los recursos para siempre”.
La falta de certezas del traslado al precio final de la rebaja impositiva promueve la búsqueda de caminos alternativos. Iñiguez propone rediseñar ciertos instrumentos disponibles (régimen de devolución del IVA con tarjetas de débito, reintegro del 15 por ciento sobre las compras con tarjetas de débito para titulares de planes sociales) apuntando a la conformación de un “IVA progresivo”. “Las recomendaciones de política descriptas apuntan a redefinir la imposición al consumo para mejorar su incidencia distributiva, con el objetivo de transformar a este grupo de impuestos, estigmatizados como regresivos, en más progresivos”, concluye Iñiguez
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