Dom 27.01.2013
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TRATADOS BILATERALES DE INVERSIóN

Coloniaje económico

› Por Andres Asiain y Lorena Putero

Durante los años noventa se instaló la idea de que el desarrollo vendría de la mano de las inversiones externas. Derribar las regulaciones que protegían las empresas públicas y privadas nacionales para favorecer el avance de las multinacionales se presentó como una condición para acceder a los estándares de producción y consumo del primer mundo. Se predicó la necesidad de una legislación market friendly con que seducir a los inversores que terminó cristalizándose con la firma y aprobación parlamentaria de 55 Tratados Bilaterales de Inversión (TBI), pese a que países como Brasil (que no había firmado ningún tratado) recibían abundante inversión del exterior.

Los TBI tienen cláusulas de trato nacional que permite al capital externo instalarse en cualquier sector de la economía, así como el acceso a créditos, subsidios y licitaciones en igualdad de condiciones con las empresas locales; les autoriza a remitir al exterior las ganancias que obtengan y hasta el capital invertido, en los plazos y montos que se les antoje; elimina cualquier requisito de desempeño, como ser una orientación exportadora que brinde sustentabilidad cambiaria, la contratación de mano de obra nacional o la obligación de transferir tecnología. Adicionalmente, ante un conflicto legal con el Estado argentino pueden recurrir a un tribunal internacional, como el Ciadi, que falla sistemáticamente a favor de los intereses corporativos.

La bilateralidad de los tratados es un eufemismo, ya que Argentina posee pocas inversiones en el exterior. Se trata en realidad de tratados unilaterales de coloniaje que facilitaron la extranjerización de la economía sin el esperado despegue de la inversión real. Según un informe de la economista Ariana Sacroisky publicado por el Cefid-AR, el 56 por ciento de la inversión extranjera recibida entre 1991 y el 2001 se dirigió a la compra de empresas preexistentes. Otra parte compitió con el inversor local, como el caso de la instalación de hipermercados, que provocó el cierre de numerosos comercios generando una importante pérdida de empleos. Además, la orientación al mercado interno de gran parte de las inversiones y la tendencia a sustituir proveedores locales por otros del mismo grupo empresarial instalados en el exterior generaron una fuerte demanda de divisas que pronto sobrepasó los dólares que traían las nuevas inversiones externas, socavando, de esa manera, el régimen de convertibilidad.

El fin del 1 a 1 trajo una catarata de juicios en el Ciadi, donde las empresas extranjeras de servicios públicos denunciaron a nuestro país por alterar el valor de su moneda manteniendo la pesificación de las tarifas. La utilización de los TBI como una herramienta legal para limitar la política cambiaria y de tarifas es un claro ejemplo de cómo esa legislación, lejos de ser un elemento impulsor del desarrollo, puede convertirse en una maraña legal para impedirlo. Lo mismo puede decirse de la demanda iniciada por Repsol pidiendo una compensación por la expropiación de sus acciones de YPF, luego de haber vaciado nuestras reservas de hidrocarburos obligándonos a importar combustibles por unos 10.000 millones de dólares anuales.

En realidad, el desarrollo económico requiere de un marco legal que empodere al Estado frente a las corporaciones, sean extranjeras o nacionales. Esa es la única forma de poder regular su comportamiento para volverlo compatible con los intereses de la sociedad. La anulación de los TBI y la configuración de una nueva regulación sobre el capital extranjero son un paso necesario para que las inversiones extranjeras contribuyan realmente al desarrollo nacional y no se conviertan en instrumentos de coloniaje económico

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