Dom 17.02.2013
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LAS RAZONES DEL LIBRE COMERCIO ENTRE ESTADOS UNIDOS Y EUROPA

Chinos en la mira

› Por Claudio Scaletta

Históricamente los tratados de libre comercio se hicieron primero entre economías desarrolladas y sus proveedores de materias primas. Funcionaron como una suerte de marco institucional para la división internacional del trabajo, cuya máxima expresión teórica fue aportada por David Ricardo con su Teoría de las Ventajas Comparativas y continuada luego por la escuela neoclásica con el modelo de Heckscher-Ohlin. Un ejemplo común de la relación entre desarrollo y apertura comercial, que puede verse nuevamente por estos días en los cines, es la disputa que en Estados Unidos dio lugar a la Guerra de Secesión, entre el Norte en vías de rápida industrialización, que necesitaba de la “libre movilidad de los factores”, especialmente la mano de obra, y cierta protección comercial y el Sur algodonero, que propiciaba el libre comercio tanto como la mano de obra esclava. Pero no hace falta ir tan lejos para encontrar ejemplos. La libertad de comercio fue uno de los lemas de la Revolución de Mayo, la expresión local del cambio de hegemonía en el centro; del ocaso del imperio español y la consolidación de Inglaterra y su revolución industrial, súper demandante de materias primas y mercados de todo el mundo.

Puede decirse, a grandes rasgos, que el libre comercio genera que los países se especialicen en la producción de aquellos bienes para cuya elaboración cuentan con alguna ventaja al momento de establecerse el tratado, es decir, ventajas comparativas “estáticas”, con lo que las economías que se asocian como proveedoras de commodities se autocondenan a esta especialización inicial. La cosa suele funcionar entre economías complementarias a las que no les interesa el congelamiento de la especialización. Un ejemplo es Chile, que al margen del inmenso peso que tiene el cobre en su economía, de su tamaño relativo y de su bajo número de habitantes, planificó su economía como exportador de commodities e importador de todo lo demás, decisión que se expresa en abundantes tratados bilaterales de libre comercio con muchas economías desarrolladas.

Sin embargo, asegurarse la provisión de materias primas al tiempo que se combate la competencia industrial futura no fue la única razón de los llamados países centrales para la promoción del libre comercio. Otra razón poderosa fue la construcción de zonas comerciales exclusivas. Desde el Nafta a la UE, pasando por el nonato ALCA, hasta el mismo Mercosur. El anuncio de esta semana de que Estados Unidos y la Unión Europea avanzarán en la construcción de una gigantesca área de libre comercio, la más grande del mundo, podría leerse en esta línea. Pero la cosa no se agota aquí. Tampoco en la creencia ideológica sobre las bondades intrínsecas de la ausencia de todo arancel. Muy probablemente la causa principal se encuentre en otra noticia conocida también los últimos días y que, al menos en la prensa local, no fue relacionada con la pretendida nueva alianza transcontinental: China acaba de desplazar a Estados Unidos de su lugar de primera potencia comercial del mundo.

Según datos de la agencia Bloomberg, en 2012 las exportaciones e importaciones de Estados Unidos sumaron 3,82 billones de dólares, mientras que en China dicha suma fue de 3,87 billones. La diferencia no son sólo decimales, sino unos 50 mil millones de dólares. Estos números se completan con dos datos adicionales: el primero es que mientras China tiene un superávit comercial de 231.100 millones de dólares y es el primer exportador mundial, Estados Unidos tiene un déficit de 727.900 millones y es el primer importador del planeta. Mientras el primer país acumula reservas, el segundo chupa recursos materiales. El segundo dato es que el tamaño de la economía china, aunque en rápido crecimiento, todavía es menos de la mitad de la estadounidense, unos 15 billones de dólares contra 7,3 (según números de 2011). La relación entre estos dos últimos datos reside en las tasas de apertura de ambas economías y sus velocidades de crecimiento. Si se proyecta una economía que crece a dos dígitos y cuyo comercio exterior representa alrededor de la mitad de su PIB frente a otras semiestancadas y con baja apertura relativa lo que se tiene es una verdadera amenaza comercial para las segundas.

Con estos números no resulta conspirativo afirmar que, en realidad, la conformación de una alianza de libre comercio entre Estados Unidos y Europa es, especialmente, una estrategia defensiva a futuro para restringir el comercio hacia afuera; un capítulo más en una disputa por la hegemonía económica global que ocupará, como mínimo, el tope de la agenda del siglo XXI, el siglo de China.

Aunque el proceso se encuentra apenas en sus albores, si se siguen ejemplos como el del Mercosur, no es descabellado pensar en futuros aranceles externos comunes, lo que afectaría no sólo a China, sino también a muchas economías latinoamericanas. Luego, un paso atrás, se encuentra la complementariedad entre Estados Unidos y Europa y el tipo de especialización en ambas regiones que el libre comercio puede inducir, pero no es en esto en lo que están pensando los líderes del capitalismo de Occidente, lo que no quita que se hagan proyecciones voluntaristas sobre el crecimiento del producto de ambas regiones a partir de la potencial alianza comercial. Por último, no debe olvidarse que la UE está cada vez más lejos de ser un bloque homogéneo.

China es uno de los principales socios comerciales de Alemania, país al que destina alrededor de un cuarto de su inversión en el exterior. Alemania, a su vez, tiene en la potencia asiática uno de los más importantes destinos de su industria automotriz y de bienes de capital, intercambio no exento de tensiones por el crecimiento tecnológico chino. Además, las exportaciones de Alemania representan alrededor de la mitad de las exportaciones europeas a China. Reducir la presencia de la potencia asiática en Europa no será una tarea sencilla.

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