EL DESARROLLO DE LA INDUSTRIA NACIONAL
› Por Andres Asiain y Lorena Putero
Quienes históricamente se opusieron a las políticas de industrialización las criticaban sosteniendo que fomentaban industrias artificiales. En la actualidad, el mismo concepto es transmitido por quienes se oponen a las políticas de fomento industrial en nombre de la eficiencia. Desde ambas perspectivas, natural o eficiente es aquella actividad económica que puede desarrollarse sin apoyo estatal en un esquema de libre competencia. En cambio, las actividades que se sostienen gracias a la intervención estatal generan un desperdicio de recursos y una disminución de la calidad de vida de los argentinos.
Para comenzar analizaremos la naturalidad de la eficiencia dictaminada por el mercado. La capacidad de una actividad local para competir con las importaciones depende también de las políticas cambiaria, salarial, crediticia o impositiva, que apliquen los otros países. A modo de ejemplo, si el Partido Comunista chino decidiera impulsar una revaluación del yuan junto a un fuerte incremento de salarios o en Brasil cerraran el Bndes en simultáneo al establecimiento de fuertes cargas impositivas, muchas industrias argentinas pasarían, repentinamente, a ser naturales y eficientes. Es decir, los precios internacionales que determinan la naturalidad y eficiencia dependen de las políticas que aplican diferentes países. No intervenir en nombre del mercado es atarse de manos para salir a pelear en un mundo donde todos los Estados actúan en defensa de sus industrias.
En segundo lugar, la capacidad de competir depende de factores como la escala de producción, la tecnología aplicada, la generación de una reputación, así como la infraestructura energética y de transporte con que se cuente. Estos factores no brotan naturalmente, sino que son el resultado de una voluntad política de fomento a determinadas actividades aplicada a lo largo de generaciones. Alemania y Estados Unidos fueron alguna vez la “granja” de los ingleses. Brasil e India, proveedores de productos tropicales, y China, un exportador de té, seda y porcelana. Su actual desarrollo productivo no hubiera existido sin décadas de protección arancelaria, subsidios, grandes obras de infraestructura y otras múltiples políticas de fomento industrial. En Argentina, hasta el trigo y el lino fueron alguna vez artificiales en un país dedicado a la ganadería ovina y lanar, hasta que se desarrollaron gracias a las políticas de fomento a las colonias agrícolas del Litoral y a la crisis de 1890, que dificultó el ingreso de cereal importado. Tampoco existirían los tubos, fertilizantes, plásticos o radares que producimos competitivamente, si no hubiéramos desafiado las “leyes” de la competencia mercantil.
Ese desarrollo productivo lejos está de ser un desperdicio de recursos que disminuye la calidad de vida de los argentinos, excepto para la pequeña minoría ligada a la producción primaria de exportación. Para el resto, son una fuente genuina de ingresos, ya que la producción y el trabajo que generan esas industrias se perderían si no se las fomentara mediante el apoyo estatal. En nombre de la eficiencia se propone desperdiciar el aporte productivo de una cuarta parte de los argentinos, transformar en baldíos enormes instalaciones fabriles y en fierros viejos su maquinaria. Lamentablemente, tales desvaríos ideológicos son pregonados por economistas que alguna vez manejaron la política económica y que hoy critican las medidas de protección comercial, propiciando una nueva apertura importadora
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