› Por Mariano Kestelboim *
“Dime a cuánto emites y te diré qué inflación tienes”, reza el pensamiento ortodoxo en Argentina. A pesar de que la inflación es uno de los tópicos económicos más complejos, tan intenso es el fragor monetarista que el discurso dominante defiende, como una verdad revelada, una explicación de su origen reducida a una simple regla matemática.
El boom de “la maquinita”, combustible de la hiperinflación, fue la caricatura que arraigó esa creencia a fines de los ochenta. Argentina no podía refinanciar sus deudas y los precios de las exportaciones bajaban. Las bruscas devaluaciones eran el recurso obligado de generación de divisas. Ante el aumento de la cotización del dólar, los productos transables (los comercializables internacionalmente) se encarecían, los empresarios reaccionaban con subas generales de precios, los trabajadores con reclamos salariales y los contratos de servicios se indexaban. Así, se acortaba el efecto de la devaluación y se repetía la necesidad de elevar el tipo de cambio, repitiendo el ciclo y espiralizando los aumentos. La inestabilidad postergaba inversiones, reducía el poder de compra de la sociedad y hacía caer la actividad y la recaudación tributaria.
La recesión achicaba las necesidades de importación y liberaba bienes de consumo local, como granos y carnes, a la exportación. El esquema, aplicado hasta que la situación social fue insostenible, consiguió incrementar 134 por ciento el superávit comercial promedio de 1989 y 1990 (los dos años de más inflación) respecto del promedio del lustro previo.
La mirada neoliberal atribuía la inflación a la mayor emisión monetaria requerida para financiar el creciente déficit fiscal. No observaban, como su origen, la incapacidad del país de generar dólares.
No hay evidencia de que la emisión sea una causa relevante de la inflación y no una consecuencia que acompaña mayores requerimientos transaccionales. Julio Olivera, prestigioso profesor emérito de la UBA, hizo foco en las economías latinoamericanas y enseñó que “las perturbaciones deben atribuirse a desequilibrios no monetarios, debidos en parte a las imperfecciones de la organización económica y social de estos países”.
Justificar la inflación sólo mediante la evolución de la emisión es una simplificación torpe o desnuda una forma de presión de quienes poseen un proyecto individual que choca con un Estado capaz de incidir en el rumbo económico. La expansión del crédito por parte de los bancos comerciales es el principal motor del crecimiento de los agregados monetarios y el instrumento más potente de control es la tasa de interés de referencia.
La visión monetarista, en lugar de estudiar el diseño de políticas productivas, el rol de las empresas públicas en los procesos de desarrollo y la mejora de la gestión estatal, impulsa un marco para la aplicación de planes de ajuste. Como en la convertibilidad, los programas afectarían los componentes más significativos del gasto público, seguridad social y educación. También advierten que la emisión descontrolada se debe al afán de sostener el poder, castigando a los más vulnerables. Sin embargo, la creación de empleos, la moratoria previsional, las pensiones no contributivas y la Asignación Universal por Hijo incluyeron a más de 11 millones de personas al mercado de consumo. Aceptar la idea de construcción de poder a cualquier costo también se estrella con el reciente proceso de desendeudamiento.
Por último, la concepción ortodoxa sostiene que comprimir la participación estatal (el gasto social les fija un piso a los costos), alentaría inversiones y la creación de empleos. Al contrario, el estímulo de la demanda es lo que motoriza el crecimiento de esas variables. Ahogarlas con ajustes termina componiendo el veneno que hunde a las economías en crisis sistémicas, como sucede hoy en Europa.
La devaluación de 2002 ocasionó un brusco cambio de los precios relativos en favor de los bienes y servicios transables y en detrimento de los no transables (los que tienen grandes trabas para comercializarse internacionalmente como educación, salud, gastronomía, alquileres, entre otros). Mientras que, al primer año de salida de la convertibilidad, la inflación fue del 39,6 por ciento, los precios de los alimentos y bebidas, menos afectados por la caída de la demanda, escalaron 57,1 por ciento y, por ejemplo, los precios de los servicios de salud aumentaron 29,2 por ciento, los de transporte, 28,4 por ciento y los de educación apenas 6,9 por ciento.
El encarecimiento de los bienes transables habría sido aún mayor sin las retenciones. Con una economía devastada, las empresas que vendían en el mercado interno, sin competencia externa, no pudieron acompañar el ritmo de subas y perdieron parte de su participación en el ingreso nacional. No obstante, sus costos, siendo muy dependientes del nivel de los salarios, no registraron subas significativas.
Si bien la devaluación había disparado los precios, la posterior baja del dólar (cayó de 3,87 pesos en junio de 2002 a 2,75 pesos en mayo de 2003) no los retrotrajo, lo cual, sumado a los magros aumentos salariales, generó márgenes de rentabilidad extraordinarios.
De 2003 a 2006, una tasa de desempleo por encima de los dos dígitos, amplia capacidad productiva ociosa sobre todo al inicio del período, un tipo de cambio alto y estable y tarifas de los servicios públicos congeladas sostenían el nuevo esquema de precios relativos. El reacomodamiento de los salarios y de los precios de los no transables era moderado.
La estabilidad se quebró desde mediados de 2007. El abrupto aumento de los precios internacionales de los alimentos, sumado a la suba de las tarifas energéticas para la industria, agrandó la brecha entre el nivel general de precios y el de los alimentos. Los aumentos de este rubro más que duplicaron la inflación entre agosto y octubre de ese año, según datos de los institutos de estadísticas provinciales. De acuerdo con un informe del CENaCE, dirigido por Andrés Asiain, la evolución de los precios de exportación de la soja, el trigo y el maíz, valuados en pesos al tipo de cambio oficial menos los derechos de exportación, registró una evolución similar a la de los alimentos y bebidas, informada por esos institutos.
En esta oportunidad, con la capacidad industrial operando cerca de sus máximos, bajo desempleo, paritarias activas y la economía creciendo en niveles record, se desató una intensa puja distributiva, realimentada pocos meses después por el lockout rural. Y se verificó una efectiva resistencia por parte de los trabajadores. Según un informe de SIDbaires, elaborado por Mariano De Miguel y Diego Coatz, la retribución asalariada respecto del PBI, luego de haber tocado fondo en 2003 (era sólo el 34,3 por ciento), subió al 41,1 por ciento en 2007 y siguió trepando hasta el 45,2 por ciento en 2012, aunque con crecientes heterogeneidades.
Los sectores de no transables, sin competencia externa y altísima actividad, no fueron pasivos. Esta vez sí tuvieron fuertes aumentos de costos por las subas salariales y también pugnaron vía precios por una mayor participación en el ingreso. De hecho, en los últimos años, los servicios financieros y comerciales, con mucho más poder de mercado que unos años atrás, fueron los que más ganancias obtuvieron. En cambio, las pymes industriales debieron resignar rentabilidad, compensada en parte por mayores ventas.
En el resto de las economías sudamericanas, el efecto de la suba de los precios internacionales fue absorbida, en buena medida, mediante la profundización de la revalorización de sus monedas. En cambio, Argentina optó por no apelar a este recurso para no perder competitividad industrial. También la menor resistencia sindical para defender el poder adquisitivo de los salarios explicó la mayor estabilidad de los vecinos.
La degradación de los índices del Indec complicó las renegociaciones de contratos y, en un escenario de alta actividad, exacerbó comportamientos comerciales oportunistas. Grupos económicos de prensa, ya en disputa abierta con el Gobierno, buscaron levantar las expectativas de inflación, subrayando las fuertes subas de precios que, en muchos casos, se debían a factores estacionales. Con los alimentos liderando los aumentos, que también encarecían el costo de reproducción de la fuerza laboral, predominó, entre quienes tenían posibilidad de remarcar, la percepción de que estaban atrasados.
A su vez, la herencia de una crónica inestabilidad, la debilidad institucional y la falta de confianza en que el crecimiento podía sostenerse había promovido conductas rentísticas, que postergaron inversiones con recupero de largo plazo. Así, el crecimiento topó con límites estructurales imposibles de transformar por el mercado. Por ejemplo, una vez colmados los centros de consumo, la gran revalorización de la superficie urbana no implicó la requerida apertura de centros de ventas. La saturación de los espacios comerciales incidió en la formación general de precios, convirtiéndose en un nodo dinamizador de inflación que contribuyó, además, a una mayor dispersión de precios. Los valores de los alquileres de tiendas ubicadas en los centros comerciales crecieron mucho más que los más alejados y las mercaderías que ofrecían también.
El cambio de los precios relativos ocasiona tensiones y determina decisiones de producción, inversión y consumo que pueden alterar el perfil productivo del país. Un correcto diagnóstico de las causas de la inflación, a partir del estudio minucioso del funcionamiento de cada rama de la estructura productiva, es esencial para poder aplicar medidas de estímulo y realizar acuerdos de precios y salarios que no afecten el crecimiento. Desatender las necesidades objetivas del sistema productivo podría desembocar en pujas incontrolables. También es muy relevante la reconstrucción de un indicador público creíble del nivel de inflación.
El proceso reciente, a diferencia de otros de la historia local con alta inflación, no implicó que los trabajadores empeoren su poder de compra. No obstante, los sectores transables soportaron pérdidas de competitividad que deben ser resueltas a través de planes integrales de políticas productivas, capaces de orientar rentas extraordinarias a la inversión. La obligatoriedad que rige para los bancos de destinar parte de su cartera a préstamos a bajas tasas de interés para la inversión real es una medida en este sentido. Superar los problemas de escasez de divisas, que siempre limitaron el crecimiento y la distribución del ingreso y desencadenaron procesos inflacionarios, requiere poder y capacidad de gestión para multiplicar ese tipo de medidas
* Coordinador del Departamento de Política Económica de SIDbaires.
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