DE YRIGOYEN A KIRCHNER
› Por Andrés Asiain y Lorena Putero
A lo largo de nuestra historia, los economistas ortodoxos no han dudado en señalar a los gobiernos populares como los causantes de la inflación, en su tendencia a emitir moneda para financiar gastos con los que satisfacer las demandas sociales. Desde la vereda opuesta, los estructuralistas han rechazado esas explicaciones simplistas, brindando explicaciones alternativas en cada período histórico. Por ejemplo, mientras que en la actualidad los monetaristas responsabilizan del alza de los precios a la emisión monetaria del “populismo K”, desde la tribuna estructuralista les responden que el alza de los precios se explica por el impulso que dio el aumento del precio de los alimentos entre 2006 y 2008 (promovido por el alza mundial de las materias primas y el desabastecimiento patronal local), a la tradicional puja distributiva que se manifiesta en aumentos secuenciales de salarios, precios y tipo de cambio.
También en los años ochenta, ambas escuelas diferían sobre las causas de las elevadas tasas de inflación coronadas por la híper. Para los ortodoxos que añoraban la dictadura militar, era generada por el “populista” de Alfonsín que, para ganar elecciones, emitía sin control sosteniendo ineficientes empresas estatales y elevados salarios públicos. Desde el campo heterodoxo se sostenía que la inflación era el resultado del déficit estructural de las cuentas externas provocado por la deuda contraída por la dictadura, en un contexto internacional de bajos precios de las exportaciones y fuga de capitales. La consecuente devaluación permanente de la moneda tendía a acelerar las remarcaciones de precios que arrastraban una inercia inflacionaria del ciento por ciento como piso desde los tiempos del Rodrigazo.
Uno de los antecedentes más antiguos de la histórica polémica fue el alza de los precios que siguió a la finalización de la Primera Guerra Mundial, que los sectores conservadores se apuraron a atribuir a las políticas “populistas” de Yrigoyen. La respuesta vino desde un conservador heterodoxo, Alejandro Bunge, que desarrolló por primera vez la tesis de inflación estructural, nada menos que en una sobremesa en casa de uno de los padres fundadores del monetarismo, el economista estadounidense Irvin Fisher. Allí convenció al colega norteamericano de que la inflación argentina no podía atribuirse a causas monetarias o de exceso de demanda, brindando una explicación alternativa: “La fuerte demanda del exterior elevó los precios de nuestros productos, lo cual repercute hasta en los de nuestro pan y nuestra carne de consumo y, por otra parte, el alza de los artículos manufacturados, que nos hemos acostumbrado a recibir del extranjero, tuvo por consecuencia que, aun reduciendo nuestras importaciones a un tercio, por muchas causas concurrentes, pagamos tanto por ellas como antes de la guerra. Un alza, que oscilaba 30 y 70 por ciento para nuestros productos y entre 100 y 400 por ciento para nuestras importaciones, tenía que influir necesariamente en nuestros precios, a pesar de no existir inflación monetaria; más de un tercio de nuestros consumos manufactureros provenían del exterior y exportamos dos quintos de nuestra producción (...). Entretanto, y debido a la persistencia del alza que parecía no detenerse, toda la vida económica se fue ajustando a esos nuevos divisores comunes. Los salarios subieron en igual proporción (...). Todo se amoldó a la fuerte baja del poder adquisitivo de la moneda” (Revista de Economía 1921, nº 38, ps. 2057)
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