› Por Claudio Scaletta
Cuando en la economía local se analiza el comportamiento histórico de “los industriales” como clase, lo primero que hace ruido es la adscripción de muchos de ellos al neoliberalismo más rancio. Resulta paradójico, pero sólo en apariencia. La paradoja es que el neoliberalismo abomina de toda injerencia del Estado en la economía, en tanto los procesos de industrialización tardía demandan, para el cierre de brecha entre las productividades de una industria naciente y las de las actividades preexistentes, la mano rectora del sector público, tanto en la promoción sectorial como en el subsiguiente equilibrio de rentabilidades relativas.
Una primera explicación de esta presunta paradoja surge de la propia estructura productiva en una doble dimensión. Primero porque el destino de muchas de las principales industrias locales fue históricamente independiente del ciclo económico interno. Cuando se observan, por ejemplo, indicadores como el uso de la capacidad instalada en las últimas tres décadas, se encuentra que algunas ramas muestran una utilización alta en casi todas las fases del ciclo económico. Incluso en períodos recesivos o de “desindustrialización”. Es paradigmático el caso de firmas como Aluar o las del grupo Techint, sólo por citar un par. Una segunda explicación es que los industriales se comportan primero como empresarios. Su norte no es sólo la rentabilidad a secas, sino el control sobre el proceso productivo, el que se presume afectado frente a un Estado con vocación rectora. En tercer lugar, también en importancia, está la diversificación de los capitales industriales en sectores como el agropecuario y los servicios, lo que en el agregado inclina la preferencia por las políticas ortodoxas. El último dato estructural es la extranjerización de las principales firmas, su integración a cadenas de valor globales. El caso paradigmático es la producción automotriz, pero también el sector minero, cuyas exportaciones con nulo valor agregado se cuentan entre las Manufacturas de Origen Industrial (MOI).
Esta breve síntesis explica las limitaciones presentes para la construcción no sólo de una mítica burguesía nacional sino de una simple clase industrial que posibilite una revolución sustitutiva que, junto con las exportaciones de origen agropecuario, permita expandir de manera genuina el límite que la escasez de divisas impone al crecimiento. Quizá con todo esto en mente, el ministro de Economía, Axel Kicillof, le demandó esta semana a la cúpula de la Unión Industrial Argentina lo que a simple vista parecería una redundancia: que defiendan el modelo industrial, algo que se supone no haría falta pedirles. Sucede que los empresarios de la UIA, como los empresarios de cualquier sector, cuando se juntan con representantes del Estado, no demandan modelos o proyectos de desarrollo de largo plazo, tareas que en todo caso corresponden al Estado, sino asuntos mucho más pedestres e inmediatos: menos impuestos, más subsidios, créditos baratos, baja de costos laborales, administración aduanera, depreciación cambiaria.
Pero la pregunta es otra, en un marco de insuficiencia sustitutiva, de empresarios que demandan por impuestos y transferencias y con un gobierno que reclama por la defensa de la política industrial, ¿hubo resultados en la última década? O dicho a tono con el propio gobierno, ¿el regreso al neoliberalismo, ansiado por no pocos industriales, es una amenaza para quienes esta semana se sentaron con el ministro? ¿La industria avanzó, retrocedió o se estancó en la última década?
La foto del presente indica que la industria atraviesa una etapa contractiva, primero por el freno de Brasil, que impacta especialmente en el sector automotor, y segundo por el impacto macroeconómico de su carácter deficitario en divisas. Por eso la primera evaluación debería ser de largo plazo y, además, continental. Los últimos meses no debieran empañar los resultados de una década. El dato principal es que entre 2003 y 2013 la industria creció, medida sobre el índice de volúmenes físicos del Indec, a un promedio anual del 8,7 por ciento, en tanto en la década anterior, 1993-2002, y al margen de algún repunte coyuntural, cayó a un ritmo promedio anual del 1,7 por ciento. La expansión de los últimos diez años no se debió sólo a la recuperación del uso de la capacidad instalada, como insiste la vulgata, sino que la inversión sectorial redundó en un aumento de la productividad del 71 por ciento. En términos continentales, mientras desde 2003 y hasta 2013 el PIB industrial local creció el 110 por ciento, el de Brasil lo hizo sólo el 22,5 por ciento. Pero no hace falta compararse con el país de peor performance; en el mismo período el PIB industrial de Chile creció el 35 por ciento, el de Venezuela el 38, el de Ecuador el 58 y el de Bolivia el 64 por ciento. Sí es verdad, en cambio, que la relación PIB/PIB industrial se mantuvo estancada, pero, otra vez, en una situación mejor que en el resto de la región, donde la relación cayó. La baja del Producto industrial en relación con el Producto total también se registró en los países centrales, desde Estados Unidos a la Eurozona; se trata de una tendencia mundial. Igual los resultados locales, aunque “menos peores”, no son para entusiasmarse. En diez años la participación de la industria en el PIB pasó del 15,4 al 15,5 por ciento. Este estancamiento relativo también se reflejó en el empleo. Desde 2003 la industria demanda, sin mayores variaciones, alrededor del 14 por ciento del empleo total, cuando antes de la desindustrialización neoliberal, en 1974, absorbía más del 38 por ciento. Y aunque mantiene niveles altos de informalidad, cercanos al 30 por ciento, se encuentra por debajo del casi 35 por ciento del conjunto de la economía.
En el delicado tema del déficit externo, fue Kicillof quien el pasado lunes expuso algunos números positivos ante los mismos industriales. A pesar de que en privado suele ser muy crítico con las armadurías fueguinas, el ministro destacó que las importaciones del sector electrodoméstico pasaron del 22 por ciento del consumo aparente en los ’90 al 16 por ciento en la última década. Lo mismo habría ocurrido levemente en textiles y calzados. Concomitantemente, las exportaciones de MOI alcanzaron en 2013 un record de participación del 35,4 por ciento sobre las exportaciones totales, cifra que se encuentra 7,5 puntos por encima del promedio de los ’90. Donde la buena voluntad no alcanzó para mostrar datos positivos fue en la industria automotriz. Si bien la producción de autos prácticamente se duplicó en la última década, las importaciones de piezas y partes pasaron del 38 al 56 por ciento del consumo aparente, y las de vehículos terminados del 42 al 57 por ciento. Es decir, hubo desintegración. El peor dato es el más conocido: en el agregado, el déficit comercial de MOI alcanzó en 2013 más de 34.000 millones de dólares, contra un promedio cercano a los 13.000 millones entre 1993 y 2002.
La evaluación gubernamental, algo optimista, exhibe algunos resultados a pesar de los límites evidentes del proceso de sustitución. La evaluación de los empresarios es que nunca alcanza. Con su persistente vocación docente, el economista Aldo Ferrer suele insistir en que si a un empresario coreano se lo traslada a la Argentina no tardará en comportarse como sus pares locales, y viceversa. Con ello pone en primer plano algo que debería ser obvio para cualquiera de sus colegas, que los comportamientos de los actores responden a reglas económicas. Una síntesis posible en base a los datos es que resta mucho por hacer en materia de reglas que conduzcan a la construcción de una nueva clase de industriales con conciencia y objetivos de clase. Todo ello en un mundo en transformación donde las manufacturas, vía automatización, pierden peso en la generación del empleo total y en un país donde las contracorrientes regresivas están lejos de aplacarse
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