ESCENARIO
› Por Claudio Scaletta
Quienes siguen de cerca la macroeconomía habrán notado que desde hace pocas semanas el indicador central de la economía local, para la actual coyuntura, dio la vuelta: luego de arañar el piso de los 27 mil millones de dólares, las reservas internacionales del Banco Central se encuentran por estos días holgadamente por encima de los 28 mil millones. ¿Se acabaron los problemas? Nada de eso, solamente comenzaron a cosecharse los dólares de la cosecha. No es novedad, el llamado campo sigue marcando los tiempos de la macroeconomía. Pero no todo es obra de las vacas y las mieses o, mejor dicho y para no ser anacrónicos, de la soja y el complejo aceitero. La posibilidad de respirar llega después de que el equipo económico consiguiera, tras el cimbronazo de enero, estabilizar las variables. No es poca cosa. Los instrumentos fueron el aumento de tasas, el relativo relajamiento de las restricciones cambiarias, con baja en las expectativas de devaluación, y Precios Cuidados junto con cierta domesticación de las paritarias y el agregado de la lupa sobre algunas cadenas de valor.
El panorama del presente muestra que tanto el ingreso de los dólares de la cosecha, un factor meramente estacional, como la estabilización de las variables, un logro del equipo económico incluido el Banco Central, auguran unos pocos meses de serenidad. Quienes pronosticaron el abismo a comienzos de año ahora insisten en una suerte de nueva versión de “veranito”, como si el dato del ingreso cíclico de dólares fuese una novedad de 2014.
La pregunta es qué pasará en el último trimestre del año. Desde la perspectiva oficial el escenario posible encierra una contradicción. La clave para que el Gobierno recupere la confianza de sus votantes de 2011 sigue estando donde siempre estuvo: en la recuperación del crecimiento y sus beneficios asociados. Para crecer se necesita impulsar la demanda y conseguir divisas. Pero la gran paradoja es que el éxito de la estrategia de estabilización oficial supone que los salarios se ajusten por debajo de la inflación, lo que inevitablemente frena el consumo. Así, la caída del consumo es un dato parcialmente endógeno de la estabilización post devaluación.
Frente a este panorama, los enemigos del Gobierno insisten en un presunto giro ortodoxo. Tienen con qué. Desde octubre, el equipo económico debió resolver muchos de los problemas generados por errores del pasado con medidas normalmente asociadas a la ortodoxia, como el aumento de la tasa de interés y la voluntad aún no plasmada de buscar financiamiento externo. Sin embargo, resulta muy parcial considerar a estas medidas en forma aislada. El aumento de la tasa de interés persiguió evitar un mal mayor, como lo sería una profundización de la devaluación. Muchos economistas, incluso dentro del Gobierno, creen que si la medida se hubiese tomado antes podría haberse devaluado menos. Una tasa más alta significa volver más preferible la moneda local que los dólares. Sirve para descomprimir la demanda de divisas. En el límite siempre habrá una tasa lo suficientemente atractiva para evitar la compra de dólares, luego será necesario determinar qué resulta mejor o más eficiente en cada momento. Respecto de la búsqueda de financiamiento externo se trata de la salida lógica para evitar el freno del crecimiento. Por ejemplo, la escasez de divisas llevó a la restricción de muchas importaciones, lo que, dada la estructura productiva local, afecta el nivel de producción.
Pero el presunto giro ortodoxo se termina cuando se observa el comportamiento del gasto público. La baja del gasto ocupa la centralidad de cualquier sugerencia de política del mainstream. Para el credo se trata del origen de todos los males, entre ellos, la inflación vía monetización del déficit. Pero el gasto no sólo no bajó, sino que siguió expandiéndose por encima de ingresos que también crecieron. El único matiz es que comenzaron a evaluarse algunas cuestiones vinculadas a la calidad del gasto, tarea que no es de neoliberales, como por ejemplo el nivel de subsidios al transporte y a algunos servicios públicos para sectores de altos ingresos. Por otra parte, sería un error de manual reducir el gasto frente a un asomo de freno en la economía. Complementariamente, lo notable de la ortodoxia es que mientras critica la expansión del gasto, sus representantes legislativos apuntan al desfinanciamiento público; desde la recurrencia por la suba del mínimo no imponible de Ganancias, más allá de la necesaria corrección inflacionaria, a las promesas de baja de retenciones o las presiones del Poder Judicial sobre la Anses. No hace falta aclarar que desfinanciar al Estado nunca es neutral para los trabajadores.
Recapitulando: la estrategia de estabilización post devaluación implica, inevitablemente, una caída del consumo. Para cualquier hacedor de política heterodoxa de lo que se trata, entonces, es mantener firmes los restantes componentes de la demanda. Un camino es el gasto. Otro, aún no suficientemente desarrollado, puede ser la inversión pública y el tercero, más complejo en la actual coyuntura, mantener y aumentar un saldo positivo en el comercio exterior. En este punto se hace presente el conocido trade-off local entre crecimiento y aumento de las importaciones. Una relación que también es de doble vía, otro dilema para el equipo económico; si se frenan las importaciones para evitar la escasez de divisas también se frena el crecimiento. En materia de inversión se destaca que obstaculizar la salida de utilidades, un paliativo de corto plazo para cuidar divisas, desalienta la Inversión Extranjera Directa, por ejemplo la necesaria para superar el déficit energético. Parecen muchos dilemas, pero el respiro en el frente externo en los próximos meses ofrece tiempo para pensar
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