LA TIERRA Y LA RENTABILIDAD EXTRAORDINARIA
› Por Andrés Asiain y Lorena Putero
Uno de los reclamos más salientes de la agenda empresarial de la última década ha sido la eliminación de las retenciones a la exportación de soja y maíz. Las quejas en torno de los derechos de exportación, que tuvieron su momento de mayor virulencia a comienzos de 2008, cuando las asociaciones patronales del sector no dudaron en cortar las rutas y desabastecer a las ciudades para evitar la implementación de una tasa móvil de imposición, permanecen entre líneas en las “Bases para formulación de políticas de Estado” del Foro de Convergencia Empresarial.
Desde la perspectiva empresaria, las retenciones son una confiscación del fruto del trabajo del productor, que desalienta la inversión y la producción. Esa masa de recursos indebidamente apropiados por el Estado son luego redistribuidos a los pobres a través de asignaciones, jubilaciones y contratación de empleados públicos, constituyendo la base clientelar que permite al oficialismo realizar masivas movilizaciones y obtener mayorías electorales.
Desde la otra vereda, se responde que las retenciones gravan centralmente la renta de la tierra y a los sectores más concentrados, que no sólo permiten que el Estado recaude y financie obras públicas en todo el país a través del Fondo Federal, sino que también reducen la presión sobre el costo de producción de los alimentos, especialmente en materia de arriendos, que en muchos casos se encuentran valuados en quintales de soja. De esa manera, se evita una presión extra sobre los ya elevados precios internos de los alimentos, relajando la puja salarial y los reclamos empresariales por la devaluación del cambio oficial.
Ese debate en torno de los efectos económicos de las retenciones está cruzado de juicios de valor sobre si los ingresos por las exportaciones de soja y maíz deben ser apropiados exclusivamente por las empresas de agronegocios (grandes productores, comercializadoras y terratenientes) o pueden ser redistribuidos a partir de instrumentos de políticas públicas como las retenciones (con posibles devoluciones a los pequeños productores o a quienes produzcan alimentos para el mercado interno). Al respecto, en el trabajo Costos y rentabilidades del cultivo de soja en la Argentina, Nicolás Zeolla indica que la rentabilidad nacional promedio a repartirse entre el productor y el propietario de un campo de soja pasó de 376 dólares por hectárea en la campaña 2002/3, a unos 873 dólares en la campaña 2013/4. Si se tiene en cuenta que el rinde por hectárea no sufrió grandes variaciones en ese período y que el tipo de cambio real se apreció, queda en evidencia que ese incremento del 132 por ciento en la rentabilidad se debió exclusivamente a la suba del precio internacional, que pasó de 216 dólares por tonelada en la cosecha 2002/3, a 501 dólares en la última. ¿A quién pertenece esa rentabilidad extraordinaria fruto de un aumento de los precios internacionales?
Un debate similar se presentó en Estados Unidos a comienzos de los ’80, cuando el pico en el precio internacional del petróleo provocado por la OPEP brindó ganancias extraordinarias a las empresas que extraían crudo en territorio norteamericano. Ante esa situación, la administración Carter calificó esas ganancias como “que las trajo el viento” (windfall), indicando que no correspondía que fueran apropiadas por las empresas petroleras, ya que nada habían hecho para merecer ese beneficio extraordinario. Considerando que ese ingreso extra pertenecía a todos los norteamericanos, creó un impuesto (windfall profit tax) que capturaba para el Estado las ganancias extraordinarias provenientes de la suba del precio internacional
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