› Por Héctor Valle *
Lejos están ya aquellos años dorados de los Estados de Bienestar, una forma de capitalismo keynesiano desenvuelta para superar la depresión europea de la segunda posguerra y contener el avance del comunismo, que se agotó en los años setenta. Hoy impera un modelo de acumulación que privilegia a la especulación financiera, generando un escenario planetario de gran inestabilidad. La Argentina de los años ’90 fue uno de los espacios en donde predominó ese modelo, el correlato fue su gran deuda externa –multiplicada gracias al Blindaje y al Megacanje– y quedó como una herida abierta que todavía supura.
La volatilidad de una economía mundial, cuya dimensión financiera equivale a diez veces el Producto real, desembocó en la gran crisis de las finanzas globales iniciada en 2007, y cuyos impactos negativos apenas se vienen atenuando en los últimos meses, pero todavía con destino incierto. En ese contexto ideológico se verifica tanto la retracción de los Estados nacionales como se naturaliza al viejo pecado de la codicia como rasgo distintivo de un actor económico: el especulador en activos financieros y sus derivados ha pasado a ser considerado exitoso y por lo tanto sujeto de emulación.
La especulación no es “una enfermedad de los sistemas financieros” (como sucede con la sarna o la bronquitis en los seres humanos) sino que constituye, en sí misma, el rasgo saliente del capitalismo, como sistema hegemónico contemporáneo. Es en ese marco conceptual donde debe evaluarse la correlación de intereses –una estructura jurídica inequitativa capaz de darles la razón a los holdouts– que actualmente enfrenta la Argentina.
La cosa empeora cuando nos toca un juez, cuya designación fue propuesta por el presidente Richard Nixon, manteniendo su afinidad con el Partido Republicano a lo largo de los años, que tuvo su momento de notoriedad cuando condenó al presidente de Panamá, Manuel Noriega, luego de la invasión a ese país por tropas de Estados Unidos. Thomas Griesa está a cargo de imponer justicia en un distrito donde se radican los grandes bancos de ese país. Jamás los defraudó.
Su notoria parcialidad abusiva quedó de manifiesto en la última audiencia, del 19 de junio pasado, cuando encargó al abogado de los holdouts redactar un “documento sencillo” prohibiendo a la Argentina cambiar la jurisdicción de sus pagos a los que ingresaron al canje, 220 millones de dólares en Nueva York sobre un total de 900 millones a desembolsar el 30 de junio.
En tales circunstancias, que las afirmaciones de la presidenta CFK o los dichos de sus ministros pongan de mal humor al juez Griesa constituye más una chicana mediática que una evaluación política con valor estratégico. La hacen suya ciertos dirigentes políticos locales ansiosos por no quedar descolocados ante el poder económico, preocupados por lograr un pronto pago, sin chistar, de lo reclamado por los buitres.
Pero acceder a este reclamo supone pagarles al grupo integrado por NML Capital, Aurelius y Blue Angel más un puñado de acreedores locales 1500 millones de dólares por capital e intereses caídos, monto que surge del valor nominal de los bonos en default desde 2001, pese a que la mayoría fue adquirida a un precio por debajo de los veinte céntimos por dólar, cuando la cesación de pagos los convirtió en “bonos basura”.
Así, NML (propietaria del 52 por ciento de los reclamos) adquirió su masa de bonos argentinos, en 2005, desembolsando 48,7 millones de dólares y cobraría 832 millones, lo que supone una tasa de retorno del 1608 por ciento. Para tener una idea de su significado, en términos comparativos el mejor negocio en la actividad petrolera, con los riesgos que ella implica, supone lograr una tasa de retorno anual en torno del 15 por ciento.
Es difícil aventurar cómo terminará la cuestión de los holdouts contra la Argentina, si bien cabe descartar de partida la hipótesis del default, adjudicando la responsabilidad al capricho y la soberbia que se adjudica a la presidenta CFK. Pero cabe advertir que en las profundidades del fondo del conflicto, en su núcleo duro, lo que subyace es la incompatibilidad entre las prioridades del gobierno argentino, por moderadas que ellas sean y por dispuesto a llegar a un acuerdo honorable que se encuentre –reiteradamente puesta de manifiesto por más de una década en su activismo para garantizar el desarrollo con equidad y ganar independencia del financiamiento externo–, y la propuesta del capitalismo de cepa neoliberal y su retórica del ajuste.
Mientras el capital financiero hacía estragos en Europa, el gobierno argentino tuvo las convicciones y las espaldas suficientes para surfear la gran crisis del sistema, que arrancó a fines de 2007, eligiendo una vía alternativa a la receta monetarista. Su éxito parece ser juzgado como un mal ejemplo para el resto de las economías emergentes. Ahora, una coyuntura macro adversa y la insuficiencia de dólares provistos por el excedente comercial le juegan en contra. Quienes pugnan por derrumbar el modelo, pivoteando sobre el fallo Griesa, acosan con propuestas de apuro y sin alternativa aparente, que tratan de no dejar pensar al que debe tomar las decisiones.
Manejar bien los tiempos –hoy son 30 días los que restan hasta que puedan declarar el default argentino– es uno de los requisitos cruciales para eludir la derrota. El otro pasa por evitar las trampas de la ira y caer en el pecado de desechar toda negociación. El Gobierno viene dando señales claras de que no pisará esa trampa.
En última instancia, estamos pagando los costos de aquello que la Argentina aceptó voluntariamente, en 1994, cuando su gobierno quería dar más incentivos aún a las privatizaciones: la jurisdicción de Nueva York para resolver los eventuales conflictos con sus acreedores. Se realizaron los canjes de 2005 y 2010 incorporando la famosa cláusula RUFO y legislando la ley cerrojo. Este trío de condicionantes ahora acota los márgenes de negociación. Además, en su momento, no impugnó al juez Griesa pese a la evidencia de su obvia parcialidad a favor de los holdouts.
Que la Argentina se victimice (si bien sobran evidencias para demostrar la parcialidad de la Justicia de los Estados Unidos en este caso) o convierta este tema en una cuestión Malvinas, precisamente parece ser el deseo –que no pueden ocultar– de quienes anhelan no sólo la caída del gobierno sino que nunca más se repita el ejercicio de las políticas heterodoxas en nuestro país y que ese ejemplo sea seguido por otras naciones emergentes.
La idea de que los pagos a quienes aceptaron el canje salga de la jurisdicción Nueva York fue descartada, luce como operativamente muy compleja y requeriría obtener un coeficiente de aceptación superior al 85 por ciento, y no lograrlo supondría un revés para el Gobierno que, además, debe velar por los legítimos derechos de quienes ingresaron en el canje, imponiéndole cambios en las reglas del juego oportunamente concertadas. Sería entonces un acto equivalente a poner en riesgo la relación con aquellos que operaron de buena fe y, en las actuales circunstancias, en que no faltan enemigo externos e internos, son nuestros aliados naturales. Como lo manifestó el Gobierno reiteradamente, con su predisposición de atender al ciento por ciento de los compromisos, ahora, y pese al lobby de los buitres, pagar en tiempo y forma los vencimientos de mañana con el 92,4 por ciento de los bonistas constituye una prioridad absoluta. Por eso cualquier acuerdo al que eventualmente se arribe con los buitres debe incluir la puesta bajo un paraguas de inembargabilidad de los 900 millones de dólares que la Argentina debe depositar en Nueva York a fines de este mes para los bonistas que aceptaron el canje.
La estrategia argentina, desde mediados de 2013, cuando puso en orden las deudas resultado de las sentencias adversas en los tribunales del Ciadi, respondía al objeto de eliminar obstáculos para acceder a financiamiento e inversiones de riesgo del exterior, a costos razonables y sin someterse a la condicionalidad del FMI. Tal fue la lógica que inspiró decisiones como el acuerdo con Repsol o la solución del contencioso con el Club de París. Darles la certeza a los acreedores con los cuales se pactaron los canjes de su puntual reembolso se inscribía en la misma matriz política.
Vale decir que la Corte Suprema de los Estados Unidos contaba con suficientes elementos de juicio para tomar una decisión que postergara hasta fin de año la ratificación, o no, de la sentencia Griesa y no herir a la capacidad de pago argentina. Optó por no abocarse al caso dejando firme el fallo Griesa, algo equivalente a lanzar un torpedo que impactó bajo de la línea de flotación en la política de mediano plazo dirigida a captar ahorro externo diseñada por el equipo económico. Ahora se vuelve a Griesa esperando una muestra de sentido común que contemple esos plazos. Hay decenas de proyectos para instrumentar canjes de deudas soberanas, luego de la crisis que sacudió a Europa, que están pendientes de cómo termine el caso argentino. Griesa tiene la palabra.
Si el gobierno de CFK, frente al peligro cierto de ingresar en una zona de restricción externa, optó por el ejercicio de estas políticas “amigables” con el capital extranjero, ahora y ante estas duras adversidades, debe agotar todos los medios para sostenerla. Nada peor que “cambiar el caballo a mitad de río” o tomar en cuenta ciertas venenosas sugerencias de sus opositores, como la de formar un equipo de genios que sugiera la adopción de un remedio “profesional”. La historia de las últimas décadas, hasta el estallido de la convertibilidad, está plagada de ejemplos acerca de los costos pagados por dejar en manos de ciertos “profesionales” tareas que terminaron permeando el territorio de la política.
Nuestro gobierno puede sentarse a negociar muchas cosas, eventuales adelantos en efectivo, emisión de bonos con sus plazos y tasas de interés similares a las acordadas con el Club de París, la jurisdicción y el costo de éstos; pero la materia no negociable está integrada por el nódulo de su política económica –más allá de los avatares del corto plazo y las acciones en que se traducen–, dirigidas a garantizar el desarrollo con equidad. La tarea no es sencilla toda vez que los buitres no negocian (o por lo menos con ello amenazan) sino que dicen venir por todo, salvo que se encuentren con alguien dispuesto a ofrecerles una alternativa superadora que no afecte a su patrón de crecimiento con equidad y puedan advertir que más allá de la misma no queda nada.
Esto último –cuya posibilidad de ocurrir es remota– podría terminar convirtiendo en papel mojado los bonos de nuestra deuda que compraron a precio vil. El pasado 20 de junio, The New York Times advirtió editorialmente que “la decisión de la Corte podía dañar el status de Nueva York como capital financiera del mundo”. Las implicancias de este hecho para el modelo de capitalismo financiero pueden ser muy graves.
Adicionalmente, tanto el FMI como el gobierno norteamericano vienen coincidiendo en su preocupación por el grado en que estas actitudes de rapiña buitre pueden afectar a los futuros planes de reconversión de deuda y al papel del Bank of New York en la ejecución de la jurisdicción para el cobro de los acuerdos en esa ciudad. Con la imposición de una gravosa obligación que llevara a nuestro país al default, entonces, fruto de su insaciable codicia, los buitres y sus aliados en la Justicia alcanzarían sólo una victoria a lo Pirro. Sería un trastorno severo para el capitalismo de la especulación financiera, que sólo recogerá el aplauso de sus aliados –mediastinos y políticos– con sede en la Argentina
* Economista y director de FIDE.
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