El elevado gasto público explica todos los males de la economía argentina según la ortodoxia económica. La única alternativa, de acuerdo con ese diagnóstico, es la implementación de políticas de ajuste. La historia argentina cuenta con sobrados ejemplos de los costos económico-sociales asociados con ese rumbo. El ministro de Economía, Axel Kicillof, sostuvo que “se inició hace unos días y con virulencia una campaña para que el Gobierno ajuste el gasto público, y eso a mí me da escalofríos. Dicen que el gasto es inflacionario, que es estatista. Y todos estos son lineamientos de la más rancia ortodoxia”.

Kicillof detalló el altísimo porcentaje del presupuesto destinado al financiamiento del gasto social. En ese sentido, agregó que “les ruego que se saquen la careta y les expliquen a los argentinos cuáles son los ítem del gasto que quieren recortar. ¿Cuál (ítem) es el que les molesta? Esas declaraciones fueron una respuesta al reclamo del titular de la Unión Industrial Argentina, Héctor Méndez, quien había señalado que “hace falta un ajuste” en materia económica, advirtiendo que “el ajuste en el que menos voluntad veo es el del Estado”. La postura del dirigente industrial pareciera ir a contramano de sus propios intereses. El sector manufacturero siempre fue una de las principales víctimas de ese tipo de políticas.

En esa línea, el viceministro de Economía, Emmanuel Alvarez Agis, sostuvo que “el titular de la UIA debería preguntarse quién va a comprar los productos de la industria, autos, alimentos, ropa, si el Gobierno hace el ajuste que muchos reclaman”.

Ese posicionamiento gremial-industrial no es exclusividad de los empresarios argentinos. En la década del noventa, la poderosa Federación Industrial de San Pablo (Fieso) emitió diversos documentos apoyando la implementación de la agenda de reformas impulsadas por el Consenso de Washington. Lo que parece fruto de una irracionalidad empresaria está justificado por diversas cuestiones (empresas independientes del ciclo económico interno, resistencia al Estado para asegurarse el control del proceso productivo, diversificación en actividades agropecuarias y/o de servicios) desarrolladas por Claudio Scaletta en el artículo “Ilusión Industrial”, publicado en este suplemento el 4 de mayo pasado.

El análisis de la estructura interna de la UIA permite comprender algunas de esas definiciones empresarias. En 2003, las dos agrupaciones tradicionales de la entidad (MIA –Movimiento de Industriales Argentinos– y MIN –Movimiento de Industriales Nacionales–) se “fracturaron y se reconstituyeron bajo dos nuevas vertientes internas que reflejan los lineamientos políticos y económicos de las anteriores: la lista Consenso e Industriales”, señala Marina Dossi en La Unión Industrial Argentina: su organización y vinculaciones con el mundo de las corporaciones empresarias. La lista Consenso (o Celeste y Blanca) está emparentada con los sectores agroindustriales y exportadores. La otra agrupación tiene mayor grado de vinculación con las empresas mercadointernistas.

La UIA comprende distintas categorías de socios (plenarios, activos, adherentes y honorarios). Los representantes de los socios plenarios y activos integran la asamblea. La categoría de socios activos comprende a las entidades gremiales empresarias de primer grado. Por su parte, las entidades de segundo grado son socios plenarios.

Ramiro Coviello sostiene en El posicionamiento de la Unión Industrial Argentina durante el conflicto agropecuario de 2008 que “muchas de las grandes empresas ligadas con el sistema de los agronegocios... hallan múltiples vías de representación en la UIA. Algunas, como Molinos Río de la Plata y Cargill, participan incluso en varias cámaras con representación en la asamblea de la UIA, de modo tal que, si imponen en cada una de ellas su posición, multiplican su voz en el órgano máximo de la entidad”. Así, la marcada heterogeneidad intersectorial explica ciertas definiciones que aparentan ser incomprensibles

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