EL PROYECTO DE TRASLADAR LA CAPITAL A SANTIAGO DEL ESTERO
› Por Andrés Asiain y Lorena Putero
En un reciente artículo publicado en The New York Times, Filipe Campante critica el proyecto de traslado de la capital de Buenos Aires a Santiago del Estero. El economista brasileño considera que en “Estados autocráticos y democracias relativamente frágiles, los gobiernos enquistados en capitales aisladas son menos eficaces, menos sensibles, más corruptos y menos capaces o dispuestos a sostener el imperio de la ley”. El profesor de Harvard Kennedy School afirma que “si bien Argentina no es un modelo de buen gobierno hoy en día”, mudar la capital “de las brillantes luces de Buenos Aires” donde residen “los locuaces medios de comunicación y una población educada y cosmopolita” a la “pequeña (y según se dice, dormida) Santiago del Estero” podría empeorar las cosas.
No es intención polemizar sobre el carácter autocrático del Estado argentino o si es una democracia débil, tal como sugiere el profesor norteamericano. Tampoco debatir sobre la capacidad de control civil del poder político, ni si éste debe ser realizado por los “locuaces medios de comunicación” que controlan la información pública de acuerdo con la línea editorial de sus accionistas mayoritarios o por los sectores medios “educados y cosmopolitas” de las ciudades más ricas. Tampoco si debe ser ejercido por las mayorías populares, ni si el traslado de la capital podría poner en riesgo la repetición histórica de hechos como el 17 de octubre de 1945, o el más cercano 19 y 20 de diciembre de 2001.
Sí se señalará que, más allá de la plácida siesta santiagueña (quien conozca la provincia y sus calores entenderá fácilmente las razones que la imponen), el pueblo santiagueño no ha tenido mucho tiempo para descansar. Desde los tiempos de La Forestal, donde la explotación del quebracho para la extracción del tanino descargó en el hachero santiagueño (junto a sus colegas chaqueños y santafesinos) la más ruda labor, hasta el posterior cierre de aquella compañía, dejando las tierras de la provincia desertificadas por el desmonte y obligando a sus hombres a la emigración como cosecheros y obreros de la construcción, y a sus mujeres como servicio doméstico de las clases medias y altas de las grandes ciudades.
La pobreza de la provincia no se debe, por lo tanto, a la poca laboriosidad de sus pobladores ni a su falta de luces, sino a las consecuencias de la explotación extractiva del quebracho en el marco de un sistema económico nacional que privaba de alternativas a la economía provincial. El mismo sistema que beneficiaba a la ciudad-puerto, concentrando en aquélla las riquezas económicas y culturales que hoy la destacan. Ambos contrastes forman parte del “país abanico”, tal como lo definió Alejandro Bunge hace un siglo, al graficar la desigual distribución de la población y de los indicadores de progreso económico y social entre Buenos Aires y el resto del país.
El proyecto de traslado de la capital busca revertir parcialmente esas desigualdades regionales, al relocalizar los gastos administrativos del Estado que se concentran en la ciudad más rica del país. Según el presupuesto 2013, la Ciudad de Buenos Aires, que concentraba el 7,2 por ciento de la población, recibió el 31 por ciento del gasto del Estado nacional. Ese gasto está compuesto de salarios de empleados y otros gastos administrativos de las distintas áreas del Estado nacional, que son una inyección de demanda que multiplica la actividad y de los ingresos localizados en la Ciudad de Buenos Aires, amplificando las desigualdades regionales del país.
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