INTEGRACIóN NACIONAL
› Por Andrés Asiain
Hace unas semanas, Mauricio Macri difundió por las redes sociales un mapa de Argentina que presentaba su territorio ocupado por la geografía de varios países desarrollados. El contorno de Singapur, Corea del Sur, Holanda e Israel se imponían sobre el norte del país; Japón, Nueva Zelanda y Finlandia hacían suyo el centro, y Alemania y Noruega se repartían las provincias patagónicas. La imagen era acompañada de un texto que invitaba a “mirar sin mucho esfuerzo” cómo todos esos países “exitosos” con “tierras infértiles”, “muy pocas riquezas naturales” y hasta “rodeados de enemigos” cabían dentro del territorio nacional. Tras indicar que “no podemos echarle la culpa a nadie de afuera” por “lo que pudimos haber sido y no fuimos”, invitaba a “abandonar el enojo y el rencor” e ir en búsqueda del “destino que nos corresponde”.
El planteo de Macri supera aquella vieja concepción sarmientina de que “el mal que aqueja a la Argentina es la extensión”. Sin embargo, no logra aún concebir la idea de una unidad nacional en el marco de la gran extensión territorial. La superposición del mapa de diversas potencias sobre 3.761.274 km² delata la concepción de un desarrollo sin integridad nacional, donde cada región debe buscar su propio destino. Llevando al extremo la idea fuerza de la imagen, la estrategia de desarrollo subyacente pareciera ser la desintegración nacional y la ocupación de las distintas partes del país por diversas potencias extranjeras. Algo que parece descabellado hoy, pero era una posibilidad en los años 2001 y 2002 cuando se planteaba que la Argentina era un país fallido, que debía pagar deuda con territorio, renunciar a la moneda nacional e instalar un Ministerio de Economía offshore.
En materia de teoría del desarrollo, el macrismo parece querer extender las recetas para la autosuperación individual propia de los libros de autoayuda al plano de las naciones. Si bien es cierto, tal como señalara Arturo Jauretche, que “los pueblos deprimidos no vencen”, tampoco parece ser suficiente con “abandonar el enojo y el rencor”, “no echarle la culpa a nadie de afuera” y estar “felices de empezar algo nuevo”, para “cambiar las cosas” de manera “rápida y definitiva” convirtiéndonos en “invencibles” y “exitosos”. Así como la experiencia indica que la mera energía positiva de un cartonero no parece ser suficiente para que alcance rápidamente el nivel de vida del más deprimente hijo de algún importante empresario, la historia de las naciones tampoco ofrece esos milagrosos ejemplos de de-sarrollo económico y social.
La historia de algunas de las naciones como Alemania, Japón, Israel o Corea del Sur es un ejemplo de que el desarrollo no se alcanza sólo con buena onda. Una primera etapa de gobiernos proteccionistas que establecieron una base de desarrollo tecnológico inicial, apoyo de la potencia hegemónica con abundante financiamiento externo en la etapa de consolidación o reconstrucción industrial, fueron parte de una historia donde el conflicto bélico y los intereses geopolíticos de las potencias no estuvieron ausentes. Como indica Alejandro Robba al criticar la “visión PRO del mundo”, Mauricio Macri debería preguntarse: “desde dónde partieron esos países, en qué época se desarrollaron, qué papel desempeñaron para los intereses geopolíticos de las potencias, cómo actuó el capital extranjero, cómo fueron construyendo sus burocracias estatales, si vivieron procesos de reforma agraria, si su cultura fue invadida por las potencias imperiales, si evitaron copiar los patrones de consumo de los centros desarrollados antes de industrializarse”
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