Dom 27.07.2003
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LA ORGANIZACIóN MUNDIAL DE COMERCIO (OMC) EN CRISIS

Utopía del libre comercio

Los gobiernos que promocionan las ventajas del libre comercio para el mundo subdesarrollado son los mismos que boicotean a la Organización Mundial de Comercio con su proteccionismo.

Por Cledis Candelaresi

Desde los violentos tumultos de Seattle del 2001, cuando cientos de manifestantes antiglobalización abortaron una cumbre de la Organización Mundial de Comercio, el suelo tiembla bajo los pies de sus funcionarios. Desde entonces, intentaron hacer más transparentes sus decisiones y hasta imprimieron un didáctico folleto sobre los “Diez malentendidos frecuentes sobre la OMC” para negar que el librecomercio sea la razón de las desgracias del mundo. Pero su estrategia de seducción hacia afuera no solucionó el problema gestado en su propio seno: los países que la promovieron proclamando las ventajas de la libertad comercial hoy la boicotean de hecho con el proteccionismo más acérrimo.
Ningún embajador con funciones en la sede multilateral, ubicada en el 154 de la Rue Laussane de Ginebra, sabe a ciencia cierta qué pasará luego de la próxima cumbre ministerial de Cancún, a mediados de septiembre. Pero todos descuentan que ese encuentro está condenado al fracaso por la intransigencia de los países ricos, que no ceden un centímetro en dos temas claves para las naciones en desarrollo.
Una cuestión medular para preservar el sentido mismo de la OMC es avanzar en la liberación comercial de los productos agrícolas, batalla que las naciones más pobres dan con magro éxito desde la segunda posguerra, los tiempos en que se fundó el Gatt (precedente de la OMC). Lo paradójico es que los mismos países que promueven la apertura de las fronteras violan sistemáticamente los principios adoptados por la propia Organización en materia de libertad comercial, sin que haya ningún mecanismo muy eficaz para impedirlo.
Japón protege su producción frutihortícola con aranceles que llegan al 1000 por ciento; Estados Unidos es líder en barreras paraarancelarias; y Europa anunció una reforma en su política agraria que mantiene casi intactas sus subvenciones, incluyendo el subsidio de 500 euros por cada cabeza de ganado para preservar el “bienestar animal”. Un criterio que ni los ecologistas más fanáticos son capaces de defender cómodos.
La transgresión a los principios de la libertad comercial defendidos por la OMC es tan flagrante que hasta el núcleo de 26 naciones ricas, sobre las 146 que integran la Organización, admite que los subsidios en algún momento tendrán que desaparecer, aunque sin sugerir fecha tentativa. En las reuniones técnicas el tema agrícola da lugar a las más airadas discusiones y no sólo traza una divisoria con el otro bloque, de los 120 subdesarrollados, sino que genera diferencias entre los líderes.
El embajador de Noruega, Karen Byrn, desnudó algunas de esas disidencias días atrás en Ginebra, cuando explicaba a un grupo de periodistas que su país importa la mitad de los alimentos que consume y que el auxilio fiscal es imprescindible para que no desaparezca la agricultura en esa gélida nación. Por el contrario, Norteamérica y la Comunidad Europea exportan parte de su producción subsidiada. “¿Por qué Estados Unidos dice que hay que eliminar los subsidios a la exportación si ellos subvencionan los productos que después venden afuera?”, objetó el funcionario nórdico.
La OMC comenzó a desgarrarse no sólo por la diversidad de intereses sino por sus fuertes contradicciones. Hay un preacuerdo entre sus miembros para enmendar el régimen antidumping, aquel que permite proteger con aranceles o impuestos especiales la producción del país cuando otro le vende por debajo del costo. Sin embargo, en la sede ginebrina es un secreto a voces que Washington abusó en forma desmedida de ese recurso, y en lugar de utilizarlo para ampararse de la competencia desleal lo empleó, simplemente, para evitar que muchos de sus productores tuvieran que competir.
“La OMC no es el instrumento de poderosos grupos de presión”, reza el título 8 de los “Diez malentendidos...”. Sin embargo, la fortísima presión de los laboratorios norteamericanos impidió que se firmara un acuerdo sobre medicamentos que aspiraban a suscribir 145 naciones y al que RobertZoellick, encargado de Comercio Exterior de EE.UU., ya le había dado un guiño.
El fallido borrador permitía a las naciones en desarrollo importar desde cualquier país y sin el pago de patentes las drogas necesarias para enfrentar una epidemia. La idea erizó la piel de las droguerías estadounidenses, no tanto por tener que resignar el cobro de royalties sino por la potencial competencia de otros proveedores que le obligarían a bajar el precio. Los fantasmas de Brasil o Singapur se perfilaron de inmediato. “Son subdesarrollados, pero tienen capacidad de producir fármacos”, advirtió el embajador estadounidense en uno de los tantos debates ginebrinos.
Concretar la cumbre de Cancún sin siquiera esta concesión humanitaria para los países subdesarrollados equivale a estancar irremediablemente cualquier otra negociación. El consejero general Carlos Pérez del Castillo admite sin vueltas que la situación pone en jaque al propio multilateralismo. “Este fracaso perjudica más a las naciones en desarrollo, porque las grandes tienen el atajo de los acuerdos bilaterales para seguir negociando lo que quieran”, alerta.
La OMC aún sirve, en particular a los poderosos, para generar fronteras laxas. Un caso reciente fue el de China, que por ser una de las últimas en incorporarse a la Organización tuvo que aceptar para su apetecido mercado condiciones de apertura que no siempre respetan las naciones más ricas.
A los más chicos, el multilateralismo les refuerza en parte su modesto poder de negociación individual y, en muchos casos, los ayudó a resolver controversias con algunos de los cincuenta fallos arbitrales producidos hasta ahora. Pero quizás es un rédito modesto, considerando cuánto se han esmerado para abrir sus economías: hoy el grueso de los países latinoamericanos, por ejemplo, aplican aranceles aún mucho más bajos de los máximos negociados en la OMC.
“No es antidemocrática: las decisiones suelen tomarse por consenso”, explica el folleto. Esto significa que es suficiente que una sola nación se niegue a suscribir un acuerdo para que éste se frustre. Sin embargo, el mismo texto reconoce que “sería utópico hablar del mismo poder de negociación”. Sólo se trata de que todos tengan voz, aunque unos pocos puedan marcar el rumbo.

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