LIBRO> EL ROL DE LOS ECONOMISTAS
Cuando los economistas alcanzaron el poder. Cómo se gestó la utopía tecnocrática es la obra de Mariana Heredia, especialista en temas vinculados con los think tank como el CEMA, Fiel y Fundación Mediterránea.
› Por Mariana Heredia
Las experiencias económicas extremas muestran con dramatismo el lazo que enhebra la vida de las personas con los grandes sucesos de la historia. Los argentinos tenemos cientos de anécdotas del modo en que las decisiones ministeriales de las últimas décadas trastrocaron nuestra suerte. Con el Rodrigazo, muchas familias perdieron un patrimonio atesorado laboriosamente, mientras otras, endeudadas, pasaban a pagar cuotas irrisorias. Con la tablita cambiaria, unos pocos vivieron un festín de plata dulce, al tiempo que otros veían quebrar sus empresas o perdían sus empleos. Pero era solo el comienzo. Poco después vendrían la hiperinflación, la confiscación de los depósitos bancarios, la euforia y la desilusión de la convertibilidad, las cuasi-monedas, el corralito, las corridas cambiarias, el default.
Desde mediados de los años setenta, fuerzas impersonales e irrefrenables parecen desatarse y adueñarse del destino del país: los precios suben, los capitales vienen y se van, el déficit amenaza con desmadrarse, el dólar se vuelve una obsesión desesperante. Los más avezados denuncian a los sectores dominantes: parece que conspiran otra vez, pagan asesores, manipulan gobiernos, imponen políticas. Difícil salir de la encrucijada: ¿se trata de un enigma que solo los especialistas pueden resolver o del complot de un grupo de interés que todo lo destruye a su paso?
Las ciencias económicas se fueron erigiendo en el templo donde podían descifrarse los enigmas o urdirse los complots. A partir de la dictadura, los economistas empezaron a participar cada vez más en los medios, fundaron centros de investigación respaldados por organismos internacionales o empresarios, asesoraron a militares y políticos desconcertados, accedieron a cargos cada vez más importantes, elaboraron y tomaron decisiones de singular osadía. Mientras vacilaban otros saberes, la disciplina se arrogaba la autoridad de la ciencia. Ante una representación gremial y partidaria en crisis, los think tank se convertían en un canal alternativo de acceso a la conducción del Estado. Como fuera, la expertise económica se fue afirmando como una instancia sagrada o misteriosa que era menester defender con encono o atacar con rebeldía.
Precisamente por esta centralidad, los economistas ofrecen una clave para comprender la historia reciente. En tanto intérpretes privilegiados y herramientas fundamentales en la comprensión, la resolución y el agravamiento del desorden, su experiencia nos permite asomarnos al reordenamiento (a la vez económico, social y político) de nuestro tiempo. Cuando me acerqué a conversar con ellos en 2003-2004, el momento era propicio. Ante el desmoronamiento de la convertibilidad se abrían interrogantes que habían estado clausurados durante años. Conversaron conmigo jóvenes y viejos, ortodoxos y heterodoxos, funcionarios y académicos, observadores independientes y protagonistas de los grandes acontecimientos. Los grandes diarios, las publicaciones científicas y otras huellas me ayudaron a poner en perspectiva los testimonios. Al encontrarlos con la guardia baja, me fue posible atravesar las puertas del templo y la experiencia me deparó grandes sorpresas. Tomemos aquí solo tres de ellas.
La primer sorpresa fue que aunque había signos que hoy consideraríamos preocupantes, los problemas argentinos no se definían en los años cincuenta o sesenta como “problemas económicos”. Para la mayor parte de las elites del momento, el desafío no era garantizar la estabilidad y el crecimiento sino alcanzar el desarrollo y lograr la integración de las mayorías. En ese entonces, los economistas eran personajes inexistentes o muy secundarios, que ni siquiera competían con los empresarios, los militares y los sindicalistas en la interpretación de los acontecimientos. Lejos de oponerse al avance de la intervención pública, los economistas fueron originariamente una profesión de Estado, formada sobre todo por las universidades públicas y con la aspiración de contribuir a la planificación del progreso. En una Argentina donde se sucedían gobiernos militares y civiles, los ministros económicos eran los más inestables de todo el gabinete. Más allá de su orientación, las medidas solían tener un espíritu más bien gradualista y ninguna logró contrapesar de manera durable la vocación intervencionista del Estado nacional.
La segunda sorpresa es que aunque fuera un fenómeno de larga data, la inflación se erigió a partir de mediados de los años setenta en el principal termómetro de la crisis y este modo de tematizar las dificultades del país acompañó y justificó rupturas trascendentes. Entre 1945 y 1974, la media de incremento anual de los precios se situó en torno del 28 por ciento, y estos valores estuvieron por encima de los promedios del mundo entero. No obstante, fue recién con el salto de 1975 y la instauración de la dictadura que la inflación dejó de ser considerada un mal menor para convertirse en la gran preocupación de los gobiernos. Mientras los especialistas se concentraban en la explicación y el tratamiento de este fenómeno, las autoridades les atribuían cada vez más potestades para resolverlo. Más que en un consenso en pos de las reformas de mercado o en un enfrentamiento encarnizado entre dos proyectos de país contrapuestos, fue en la dialéctica entre inflación y política antiinflacionaria donde se jugó la reformulación del orden de posguerra.
La tercera sorpresa es que aunque los expertos fueron alcanzando más visibilidad e influencia, rara vez se pusieron de acuerdo sobre los modos de interpretar la crisis y de intentar solucionarla. Contrariamente a lo que puede pensarse, la discusión económica fue álgida durante la dictadura y no solo participaron de ella economistas cepalinos, keynesianos, desarrollistas sino también hombres de negocio y medios de comunicación que resistían el avance del monetarismo. Aunque la controversia se circunscribió luego al enfrentamiento entre heterodoxos y ortodoxos, no había hacia 1990 un consenso absoluto entre los especialistas. De hecho, la convertibilidad se adoptó contra las recomendaciones del Consenso de Washington, del FMI y de gran parte del empresariado. Fue el éxito de la medida el que le otorgó poderosos aliados. Si los argumentos ortodoxos parecieron verdaderos en la victoria, las objeciones heterodoxas se tornaron plausibles en la triste crónica del final. Como afirma con honestidad un ministro de Alfonsín: “No teníamos la certeza de que pudiéramos estar a la altura de lo que el país necesitaba. [...] Una de las dificultades de tener responsabilidades políticas es que la gente confía en uno más de lo que uno cree que merece”.
Como los médicos del cuadro de Rembrandt, los economistas lograron consolidar una confianza que los autorizó a operar de modo incisivo y determinante sobre el cuerpo social. Eso no los exoneró de avanzar en la incertidumbre, de escoger entre imperativos contradictorios, de provocar consecuencias tal vez más graves que el mal que intentaban conjurar.
* Socióloga UBA y doctora en Sociología por la Ecole des Hautes Etudes de París. Investigadora adjunta del Conicet y del Idaes/Unsam.
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