› Por Vilma Paura *
En diversos sentidos, la delimitación del campo de las políticas sociales se presenta hoy un tanto difuso y son muchas las cuestiones que podemos debatir quienes interactuamos en relación con su estudio. No obstante, hay un punto en el que existe consenso y es su efecto de redistribución. Las políticas sociales forman parte de los procesos de redistribución: de ingresos y de poder, entre otros aspectos; impactan en la estructura social compensando o reduciendo las desigualdades y, al mismo tiempo, se modelan y se reformulan como resultado de esa relación. Uno de los ejes que atraviesa esa relación dinámica es el financiamiento de las políticas: las fuentes y modalidades de obtención de los recursos y las formas de asignación y distribución de los mismos tendrán implicaciones sobre los objetivos, la pertinencia y los resultados de las intervenciones. Estas consideraciones nos dan pie para revisar uno de los hechos producidos en estos días, en el contexto de cambio de gobierno: la Corte Suprema de Justicia declaró inconstitucional la deducción del 15 por ciento de la masa de impuestos coparticipables que desde 1992 realiza el Estado para financiar la Anses. Según el mandato, esta retención debe cesar de manera inmediata y se establece el reintegro a las provincias implicadas de la suma retenida desde 2006. Días después, la Presidenta CFK firmó el decreto 2635/15 acatando el fallo de la Corte.
No está en discusión la necesidad de revisar el régimen de coparticipación federal y su funcionamiento por antiguos pactos entre el gobierno nacional y las provincias, pero sí la forma, el momento y los efectos de la medida del máximo órgano judicial sobre el sistema de seguridad social. En palabras de Diego Bossio, titular de la Anses, el fallo no tuvo en cuenta la sustentabilidad del sistema y afectará, en primer lugar, casi seguramente, a los pagos de las sentencias que el organismo venía realizando en respuesta a las demandas judiciales –que, vale decirlo, registraban una baja importante en los últimos años–, y en un futuro nada lejano, podría condicionar la movilidad automática de los haberes jubilatorios y de las asignaciones familiares, una de las disposiciones tomadas en la última década para garantizar el monto de esos beneficios y sostener su poder adquisitivo.
Si se reducen los ingresos de la Anses, se pone en riesgo el financiamiento de la cobertura de las distintas prestaciones que candidatos de una y otra fuerza política se comprometieron a sostener en tanto reconocimientos de derechos, entre ellas la Asignación Universal por Hijo. ¿Cómo enfrentar el problema de la disminución de los recursos de la Anses sin faltar a estos compromisos establecidos por leyes?
Una decisión del gobierno entrante podría ser disponer de los recursos del Fondo de Garantía de Sustentabilidad de la Anses, provenientes de las cuentas de capitalización individual de afiliados al régimen vigente hasta noviembre de 2008, recursos estos que están orientados a preservar el pago de los beneficios en caso de contingencias como una crisis económica o la disminución de los aportes.
Esta decisión, a su vez, podría ser el fundamento de otras medidas para sostener los ingresos del Fondo como la venta de activos, debilitando la participación del Estado en los directorios de empresas con fuerte peso en la economía, que ha sido también un mecanismo de control de nuestros bienes como sociedad. Hasta aquí un repaso de las condiciones establecidas y de posibles escenarios.
Ahora bien, el problema del (des) financiamiento del sistema de seguridad social ha sido una constante en la historia nacional, de origen multicausal según los momentos, y un viejo aliado de la aplicación de mecanismos de redistribución regresiva. La cuestión de la legitimidad está en el centro del debate. Por un lado, porque la falta de recursos y las dificultades para sostener el sistema contributivo en un contexto de informalidad laboral creciente –un desafío “real”– habilitó argumentos y reformas cuyos alcances no solucionaron el tema del financiamiento pero cambiaron la dirección de la redistribución. Podemos recordar la reforma realizada por los militares en 1980, basada en la eliminación de los aportes patronales con el argumento de reducir los costos de las empresas para mejorar la competitividad y aumentar la contratación de personal al mismo tiempo que el Estado asumía una contribución por la vía del aumento del Impuesto al Valor Agregado (IVA) que “socializó” el financiamiento del sistema previsional, lo transfirió a los trabajadores y a la población en su conjunto y, aún más, a las familias de menores ingresos, que dedican todos sus ingresos al consumo y que, además, en un contexto de mayor precariedad laboral como el de esos años, podían no ser siquiera beneficiarios porque eran trabajadores no registrados.
Durante los años de restablecimiento de la institucionalidad democrática, el gobierno de Raúl Alfonsín no pudo resolver la profunda crisis previsional, marcada por la evasión fiscal, la alta inflación y la informalidad laboral. El restablecimiento de los aportes patronales y la creación de nuevos impuestos para financiar el sistema no fueron suficientes para superar la crisis que derivó en un estado de “emergencia previsional”.
Estas condiciones socavaron la débil confianza en el sistema y habilitaron la reforma del sistema previsional de 1994 que dio lugar a la creación de un régimen mixto: un sistema público de reparto y un subsistema privado, en el cual un grupo de aseguradoras de fondos de jubilaciones y pensiones recibieron las contribuciones de los trabajadores a cambio de un “beneficio indefinido” dependiente de los aportes realizados y de los resultados de la inversión de los fondos. Al mismo tiempo, el decreto 2609/93 retomó aquella medida de 1980 de la última dictadura militar y estableció una escala de disminución en las contribuciones a cargo del empleador para la producción primaria, la industria, la construcción, el turismo y la investigación científica con el argumento de reducir los costos empresarios y propiciar la inversión.
Diversos estudios han mostrado los efectos perniciosos que tuvo esa reforma sobre las condiciones de acceso a la seguridad social, la mayor segmentación en función de la participación de las personas en el mercado de trabajo y el deterioro en las condiciones de vida de los jubilados y pensionados. Entre los varones, el porcentaje de beneficiarios de cobertura previsional pasó de representar el 84,4 por ciento de la población de 65 años y más en 1992 al 74,9 por ciento en 2000 y en el mismo período, entre las mujeres, los valores fueron del 73,9 y del 68,0 por ciento.
Retomando el eje de la dirección en términos de redistribución, la dirección de las medidas tomadas en el sistema previsional a partir de 2003 fue en el sentido contrario. Como dato sintético, el índice de Gini correspondiente a la población adulta mayor, que ofrece una aproximación a la medición de la desigualdad, se redujo con mayor intensidad que el correspondiente al del total de la población: en el primer caso pasó de 0,521 en 2003 a 0,380 en 2009 mientras que el Gini del total de la población bajó de 0,524 a 0,446 en el mismo período.
El problema del [des] financiamiento remite al efecto de deslegitimación. Las derivas de las decisiones y la definición de las políticas no son sólo materiales sino también político-culturales y la legitimidad es una dimensión determinante, como han destacado Claudia Danani y Susana Hintze, como una “creencia” socialmente conformada respecto del merecimiento de reconocimiento de ciertos atributos que serán diferentes según la lucha social frente a la que estemos. En sus diversos trabajos, estas autoras y el equipo de investigación que dirigen en la UNGS han realizado sustantivos aportes al estudio de las políticas sociales en la Argentina y en relación con las políticas de seguridad social.
La legitimación o deslegitimación de un mandato, de una necesidad, de una demanda es un proceso: las políticas no son legítimas o ilegítimas en sí mismas sino que devienen en esa condición como resultado de disputas materiales y de sentido. Más allá de la posibilidad del desmantelamiento directo de un programa o de un beneficio que reconoce derechos, la estrategia de horadación por medio del desfinanciamiento y del desprestigio del sistema ha demostrado tener un impacto que es al mismo tiempo fáctico y simbólico, de deslegitimación. En síntesis, la política de desfinanciamiento es una vía infalible para debilitar las intervenciones sociales del Estado.
Un escenario que muestre incertidumbre de financiamiento hace más endeble al sistema en términos materiales y simbólicos y puede habilitar dinámicas de redistribución que perjudique a los más vulnerables para beneficiar a los más ricos y poderosos. La mecánica de Hood Robin no sería nueva en la historia del sistema previsional de la Argentina.
* Investigadora docente. Ceipsu-Untref.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux