› Por Mariano Kestelboim *
Mauricio Macri cumplió sus primeros días de mandato con las principales promesas de medidas económicas. Ahora bien, esas decisiones provocan una mayor concentración del ingreso, una caída del consumo y lo alejan indefectiblemente, en lo inmediato por lo menos, de su objetivo general planteado en campaña: pobreza cero.
La apuesta del gabinete económico es que la combinación de los mayores niveles de ganancias de las empresas y la posibilidad de remitir libremente utilidades al exterior, tras la eliminación del “cepo”, estimule el desarrollo de inversiones productivas, capaces de mejorar de forma genuina la competitividad. De esa forma, esperan que se generen nuevos puestos de trabajo de mayor calidad.
El esquema es bastante similar al fracasado modelo de los noventa, pero con un cambio central: la flotación del tipo de cambio. Otra diferencia, al menos discursiva y obligada por las nuevas circunstancias, es la promesa de regulación de las importaciones para “cuidar el empleo”. El tiempo dirá si realmente el gobierno tiene vocación por proteger los puestos de trabajo y lo puede llevar adelante. Por el momento, aprobaron todas las importaciones suspendidas por el anterior equipo económico y optaron por un sistema de administración menos riguroso.
Sin una Aduana con capacidad real de monitoreo, la elusión de los controles de las importaciones parece más simple. Mientras que el sistema previo afectaban a todo el universo de mercaderías importadas, ahora menos de una quinta parte de las posiciones arancelarias tendrá licencias no automáticas. Los “saltos de posiciones arancelarias” (uso de posiciones distintas a las que deberían corresponder) serán mucho más recurrentes, ya que los controles físicos de las mercaderías no son exhaustivos, la definición de la posición arancelaria que corresponde es objeto de discusión y los funcionarios del área son corrompibles.
La exitosa liberalización del mercado cambiario, lograda principalmente a partir de la importante suba de tasas de interés, de la conversión de yuanes a dólares y del acuerdo con los grandes exportadores de cereales, fue un paso central de la nueva administración para ganar credibilidad. El combo de beneficios para exportadores por liquidar stocks fue suficientemente tentador. En lugar de mantener su mercadería ociosa, pudieron venderla obteniendo prácticamente el doble de pesos por unidad enviada al exterior que hasta antes de la devaluación y dolarizar ganancias inmediatamente o alcanzar un suculento rendimiento en pesos por las elevadas tasas ofrecidas. Por caso, los productores del complejo sojero que, a diferencia del resto de los cultivos tuvieron una rebaja de sólo cinco puntos porcentuales en los derechos de exportación, gozarán de un ingreso adicional de aproximadamente 64.000 millones de pesos, bajo el supuesto que el tipo de cambio se estabilice en 13,50 y que su nivel de ventas sea similar al de 2015.
Desde ya, esa ventajosa posición de unos implica altos costos para otros. Lamentablemente, la distribución del ingreso provocada es muy regresiva. Empeoró la situación económica, en mayor medida, de los sectores de ingresos bajos, dado que concentran su gasto en bienes de la canasta básica que es lo que más se encareció (entre un 30 y 40 por ciento desde fines de octubre pasado).
Como paliativo, el gobierno decidió otorgar un aporte de 400 pesos por única vez para jubilados que cobran el haber mínimo (3,3 millones de personas) y para quienes reciben la Asignación Universal por Hijo (3,6 millones de niños). Para tener una idea aproximada de la inequidad de las políticas aplicadas, estas contribuciones para los sectores vulnerables suman 2760 millones de pesos; es una cifra 23 veces más pequeña que la concedida a los exportadores de soja.
El gran enemigo del nuevo modelo es la inflación. El éxito de una devaluación se mide de acuerdo a su impacto sobre los precios. Si el incremento general de costos internos es proporcional a la devaluación, retornamos al punto de partida en términos de competitividad. Es importante observar que el fenómeno inflacionario per se no ocasiona la pérdida de competitividad. A modo de ejemplo, si todos los precios, incluido el precio del dólar, se movieran de la misma forma, no habría efectos reales en la economía. Las diferencias de aumentos de precios en términos de magnitud y ritmo se deben a asimetrías de poder de mercado. El hecho de que existan sectores concentrados que no están afectados por la competencia internacional agrava esas asimetrías. Ha sido un fenómeno recurrente en la economía nacional que en los procesos inflacionarios, los precios de esos sectores hayan tenido aumentos desproporcionados en relación a la evolución del tipo de cambio. Y esos precios forman parte de la estructura de costos de la economía. Básicamente, se trata de las actividades que no compiten con la producción y los servicios del exterior, como los servicios de comercialización, financieros, de transporte interno, inmobiliarios, de telecomunicaciones.
Todas esas actividades pueden tener precios desalineados con los estándares internacionales y afectan los precios de venta al público. La distorsión actual de precios relativos en su favor es lo suficientemente alta como para que los costos internos, medidos en dólares, limiten significativamente la capacidad exportadora del país, en un escenario internacional cada vez más complicado.
Entre los costos no transables, el sector más atomizado y con menos capacidad de negociación es el de los trabajadores. En un contexto de devaluación y contracción del mercado interno, en general, sus aumentos quedan retrasados y, por lo tanto, pierden poder de compra. Desde el interés de los sectores exportadores que no dependen del dinamismo del mercado interno, pero sí de los costos no transables, los salarios son una variable a reducir. Tampoco les interesa que mejoren porque, en su esquema de negocios, el salario solo es un costo (en cambio, para las actividades que sí dependen del mercado interno, los salarios también son fuente de demanda).
Desafortunadamente, en nuestro país, antes de discutir el valor de los salarios, nunca se plantea que los servicios de intermediación comercial, las comisiones e intereses de los bancos o el costo de las telecomunicaciones es desproporcionado en relación a los estándares internacionales; es una de las principales variables a analizar y a reducir para mejorar de forma genuina la competitividad sin afectar, como siempre, a los trabajadores.
Hoy, con un alto consumo interno en perspectiva histórica y saturación o alta utilización de la capacidad de la oferta en sectores estratégicos (como transporte, telecomunicaciones, energía, insumos básicos industriales, atención médica, educación e inmuebles urbanos para uso comercial) el efecto de la devaluación sobre los precios no puede ser moderado. Y menos aun en el momento del año de mayor consumo popular, fortalecido por el medio aguinaldo y por los hábitos de compras familiares en la antesala de las fiestas. La mayor demanda estacional provoca que los aumentos de precios tiendan a ser más fácilmente aceptados por los consumidores.
El problema central que enfrentaba la gestión de Macri era el hecho de haber avisado, mucho antes de la asunción, que el peso iba a valer menos. Los exportadores postergaban sus ventas y los importadores adelantaban todas las compras que podían o sobre declaraban precios. La aceleración de la caída de las reservas del Banco Central era un resultado insostenible. Además, la tendencia a la adecuación, desde noviembre pasado, de los precios al nuevo tipo de cambio esperado había recalentado el proceso inflacionario, agudizando la pérdida de competitividad de la economía y, en consecuencia, la merma de las reservas. En definitiva, pese a que no era un momento oportuno para devaluar, el costo de demorarse era demasiado alto, habiendo hecho un aviso insólito.
El alto impacto sobre los precios internos, agravado por la baja de las retenciones, obligó al gobierno a tomar severas decisiones de ajuste del consumo y promoción de la oferta del exterior. Los mecanismos concretos aplicados fueron tres. En primer lugar y de forma simultánea a la apertura del mercado cambiario, el Banco Central aumentó fuertemente las tasas de interés. La repercusión, como era de esperar, fue mayor en el crédito al consumo y en el financiamiento de las pymes. El segundo eje de contención de la demanda fueron las políticas de ingresos. El gobierno redujo al mínimo posible el incremento de salarios y de haberes, a pesar de la mayor inflación. La única transferencia sustancial –y por única vez– fue para quienes reciben la Asignación Universal por Hijo. El aporte de las jubilaciones mínimas (también por única vez y de 400 pesos) apenas representa el 5,8 por ciento de sus ingresos en el mes y no cobrar el impuesto a las ganancias sobre el medio aguinaldo a quienes ganan entre 15.000 y 30.000 pesos también es una transferencia pequeña, sobre todo en comparación con los aumentos de precios de la canasta básica.
El rechazo al bono de fin de año al sector público, la libertad de acción a los privados para decidir su otorgamiento y la represión armada a los reclamos de los trabajadores aminoró la presión alcista de los salarios. De esta manera, los consumidores perdieron capacidad para convalidar aumentos de precios, al menos hasta la discusión de las paritarias que, en general, recién comienzan en marzo y tiene efectos escalonados a lo largo del año. Por su parte, desde el lado de la oferta, el único instrumento de ampliación rápida es la apertura comercial.
En consecuencia, hasta ahora, la mejora de rentabilidad alcanzada fue a costa básicamente de los asalariados, de las tarifas de servicios públicos y de los contratos de servicios con actualización programada como alquileres y seguros. La anunciada quita de subsidios a la energía y al transporte y el aumento de los precios de los combustibles, impactará tarde o temprano también en la estructura general de costos y, en consecuencia, sin otras políticas de redistribución de ingresos, hará falta otro empujón del tipo de cambio para poder recuperar competitividad.
Parece difícil que en un escenario de caída del consumo y estancamiento regional, alcance con una mayor rentabilidad empresarial para generar un estímulo suficiente que active inversiones y permita sostener el nivel de empleo y bajar la pobreza.
Para la industria pyme local que depende básicamente del mercado interno, el gran peligro del modelo es que su implementación debe estar acompañada de la liberalización comercial. No solamente porque los acuerdos de financiamiento estarán condicionados a cumplir a rajatabla con las normas de la OMC, si no también porque, en caso que no se produzca una apertura, el modelo se podría volver explosivo. La devaluación, la liberalización de exportaciones y la quita de retenciones y el anuncio de reducción de subsidios implican una aceleración inflacionaria. Las únicas barreras para evitarla son aumentar la tasa de interés, contraer el gasto público, limitar la recuperación salarial y abrir las importaciones. Las tres primeras contribuyen a reducir la demanda y la cuarta estimula la oferta, a costa de producción interna.
De forma inmediata, la liberalización comercial implica un mayor margen de comercialización para los intermediarios, que lógicamente no trasladan los menores costos de abastecimiento al mostrador. No obstante, en la medida en que la actividad se erosiona, se destruyen empleos, los sindicatos pierden poder de negociación y los consumidores no pueden avalar los aumentos, la inflación se va extinguiendo.
Sin apertura comercial significativa, la suba de tasas, la reducción del gasto público y del poder adquisitivo de los trabajadores deberían ser mayores y también provocarían una alta conflictividad social. En definitiva, el modelo requiere una dosis de cada una de ellas para no volcar antes de arrancar. La gran incógnita es si existe una combinación socialmente tolerable.
* Economista de la Sociedad Internacional para el Desarrollo - @marianokestel
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