› Por Germán Herrera Bartis * y Juan Veiras **
El presidente Mauricio Macri visitó Chile tras ganar las elecciones y reiteró su devoción por el modelo económico trasandino: “Admiro el progreso económico de Chile y cómo lo lograron”, sostuvo. En una entrevista previa con el diario chileno El Mercurio, había sido aún más explícito: “Chile y su dirigencia le están dando un ejemplo al mundo [ya que] ha sido capaz de articular un exitoso modelo de desarrollo con bases sustentables”. El hecho no sorprende. Desde hace años, el país vecino constituye una referencia obligada para el discurso neoliberal dominante y su supuesto “milagro” económico es ofrecido como evidencia de las ventajas de la desregulación, la liberalización comercial, la flexibilización laboral, y la muy limitada intervención del Estado en la disputa distributiva de los sectores productivos y sociales. En realidad, con esta gama de políticas, Chile consolidó desde hace años un perfil productivo y exportador netamente primarizado y concentrado alrededor de un único producto indiferenciado, junto a una estructura social fuertemente inequitativa.
La admiración del nuevo gobierno argentino por Chile no es sólo discursiva. El equipo económico impulsó en las primeras semanas de gestión una batería de medidas que incluyeron la quita y/o reducción de las retenciones a las exportaciones de productos primarios, la eliminación de los permisos de exportación, la suba de tarifas y una fuerte devaluación. A su vez, las autoridades manifestaron su intención de incorporar a la Argentina a una serie de tratados de libre comercio con distintos países del mundo. El menú incluye cerrar el acuerdo que desde hace años negocian la Unión Europea y el Mercosur y las posibles incorporaciones a los espacios de libre comercio que conforman la Alianza del Pacífico (Chile, Perú, México y Colombia) y el Acuerdo Transpacífico, liderado por Estados Unidos.
Todas estas medidas –las adoptadas y las anunciadas– acrecientan la rentabilidad del sector agroexportador y concentran la economía alrededor del clásico patrón de inserción internacional basado en recursos naturales. A la vez, reducen notablemente la capacidad futura del país para diversificar su estructura productiva y avanzar hacia el desarrollo de actividades industriales complejas y de servicios diferenciados, con mayor contenido tecnológico y demandantes de mano de obra calificada.
¿Dónde se refleja el supuesto éxito del modelo económico chileno? Bajo la mirada económica convencional la respuesta es simple: Chile ha sido la economía latinoamericana que más creció tras la crisis regional de los 80. Esta expansión efectivamente existió y se trató, fundamentalmente, de un crecimiento liderado por las exportaciones. En la última década, las ventas externas de bienes y servicios representaron un 40 por ciento del PIB (con picos del 45 por ciento en algunos años). Esos datos ubican a Chile como uno de los países de la región con mayor incidencia de las exportaciones en la demanda agregada. Por caso, las exportaciones de Argentina y Brasil en relación al PIB en los últimos diez años fueron menores al 20 y al 15 por ciento, respectivamente.
Sin embargo, el rol clave de las exportaciones en la economía de Chile (un dato auspicioso si se articulara con una matriz productiva relativamente diversificada) resulta preocupante dado que el mineral de cobre explica la mitad de las exportaciones totales, una concentración alarmante aun para el estándar latinoamericano. Paralelamente, la propaganda neoliberal omite que otros enclaves exportadores menores que hoy muestran cierto éxito, como el salmón de cría, la cadena vitivinícola y la industria forestal, no surgieron por generación espontánea sino tras una fuerte intervención estatal con subsidios y actividades públicas de I+D funcionales a dichos sectores.
La dependencia casi absoluta de un único commodity torna sumamente frágil al sector externo chileno. La Cuenta Corriente (balanza comercial, remisión de utilidades, pago de intereses de deuda y otros registros menores con el exterior) se mueve al vaivén del precio internacional del cobre y mostró superávit sólo en 6 de los últimos 35 años. Esos años de holgura fueron gracias al inédito encarecimiento del cobre entre 2003 y 2011, pero la retracción de los precios producida desde entonces volvió a evidenciar los problemas estructurales del sector externo trasandino. De acuerdo a estimaciones recientes, y debido a la fuerte desaceleración de China, se espera que durante este año el precio del cobre alcance su valor más bajo de la última década.
Los proponentes del “milagro” argumentan que Chile compensa su déficit de Cuenta Corriente con entradas masivas de inversión extranjera directa (IED), flujos que la transforman en la segunda economía receptora de IED en América del Sur. Pero el argumento es falso. En primer término, casi todos los desembolsos se dirigen a un solo sector la minería agudizando la concentración exportadora. Además, por cada dólar de IED que Chile recibió en la última década otro dólar salió desde Chile al exterior por remisión de utilidades. Este ida y vuelta contable no aporta divisas netas y abre el interrogante sobre lo que sucedería si, por cambios en el escenario internacional, cayera el flujo de inversiones y las mineras transnacionales instaladas en el país –que hoy dominan el negocio del cobre chileno– pretendieran seguir remitiendo utilidades anuales equivalentes al 9 por ciento del PIB como sucedió en la última década.
En los hechos, Chile no financia su déficit corriente externo con IED sino endeudándose. En los últimos cinco años la deuda externa medida en dólares se duplicó y creció 14 puntos porcentuales en relación al PIB. Si bien aún no es desmedida en relación al tamaño de la economía, surgen dudas sobre la sostenibilidad de los pasivos externos si el precio de los minerales continuara cayendo y convergiera gradualmente hacia niveles históricos.
La fuerte concentración productiva guarda correlato con la heterogeneidad social. Pese al crecimiento macroeconómico, Chile es desde hace décadas uno de los países más desiguales de la región. El 10 por ciento más rico tiene un ingreso 27 veces superior al del 10 por ciento más pobre. Según datos del Banco Mundial, Chile está hoy –medido por el coeficiente de Gini– entre los 15 países más desiguales del mundo. Asimismo, presenta bajos niveles salariales para su nivel de riqueza media. La comparación con Argentina, que tiene un PIB per cápita similar, es concluyente: los trabajadores argentinos tuvieron entre 2009 y 2014 un sueldo medio (medido en dólares de igual poder de compra) casi 50 por ciento más alto que el de los trasandinos, dato que tal vez ayude a entender por qué el modelo chileno entusiasma a algunos observadores locales.
Las consecuencias de la desigualdad y los bajos salarios se agravan debido al rol subordinado del Estado en la provisión de servicios básicos como la salud y la educación. A diferencia de lo que sucede en países como Argentina y Uruguay, en Chile el Estado dispone un financiamiento limitado de estos servicios, determinando que quien quiera salud o educación deba pagar por ellas (habrá que esperar para evaluar si la reciente reforma educativa que impulsó la presidenta Michelle Bachelet modifica el cuadro de situación). El extremo de este fenómeno se observa hoy en la estructura de financiamiento de la educación superior. Según los últimos datos, casi el 80 por ciento de estos gastos recaen en Chile en los propios estudiantes terciarios y universitarios y sólo el 20 por ciento corresponde a financiamiento estatal. En Argentina, estos porcentajes son exactamente inversos.
Así resume la situación social del país trasandino el informe 2015 de la OCDE, grupo de países que Chile integra: “Chile sigue siendo una sociedad altamente desigual en términos de ingresos, educación y bienestar. La desigualdad pasa de una generación a otra, limitando las oportunidades de ascenso social. El mercado laboral muestra una dualidad que redunda en una muy desigual distribución salarial. Y, pese a que la cobertura escolar es alta, la calidad es muy heterogénea y el acceso a los mejores centros educativos está reservado ante todo a los sectores acomodados”.
¿Qué sucedería si la Argentina avanza hacia un modelo equivalente? De hecho, se trata de un canto de sirena recurrente en el discurso neoliberal vernáculo: si con lo que ya tenemos –el campo pródigo– alcanza para lograr el desarrollo, ¿para qué insistir en el complejo intento de reindustrializar nuestra economía?
Argentina cuenta con una sólida base de recursos naturales y con posibilidades de profundizar las actividades agroindustriales. Pero en términos puramente cuantitativos, haciendo abstracción de los obvios problemas distributivos, el producto de nuestras riquezas naturales no basta por sí mismo para alcanzar niveles de ingreso medio acordes con el desarrollo. Dicho de otra forma: no somos lo suficientemente ricos en recursos naturales como para vivir sólo de ellos.
Un cálculo rápido ilustra este punto. Argentina produce actualmente unos 100 millones de toneladas de grano por año, los volúmenes más altos de toda su historia. Descontado el consumo interno, su complejo oleaginosocerealero genera exportaciones por un valor que, a los precios actuales, ronda los 30 mil millones de dólares, es decir, el equivalente a 700 dólares per cápita. En Chile, las exportaciones per cápita de cobre y subproductos más que triplican ese valor. En Australia –otro modelo que la ortodoxia económica recomienda para la Argentina– las exportaciones de minerales superan los 11 mil dólares per cápita. ¿Cuánto deberían subir los precios internacionales de los granos o incrementarse los rindes de nuestra frontera cultivable para que la ecuación cierre?
Si el modelo de primarización concentrada y liberalización comercial extrema de Chile genera desequilibrios estructurales en sus cuentas externas y enorme desigualdad social, las consecuencias de esa receta para Argentina serían aún más graves.
Nuestro país enfrenta el desafío de complementar sus ventajas comparativas tradicionales con la producción de bienes diferenciados y, a la vez, estrechar mayores lazos de integración productiva regional. Como lo revelan los elevados coeficientes de importación cuando la economía crece, resulta imprescindible avanzar en la industrialización de la economía para superar la histórica restricción externa. Se trata de un desafío complejo y sujeto a enormes resistencias, pero no se conocen hasta ahora alternativas valederas para lograr un desarrollo inclusivo y el modelo económico de Chile no parece ser un espejo adecuado en el cual buscar inspiración.
* Docente de UNQ y economista de AEDA.
** Economista UBA y docente de USAL.
Puesto | País | Coeficiente de Gini |
1 | Sudáfrica | 63,4 |
2 | Namibia | 61,0 |
3 | Haití | 60,8 |
4 | Zambia | 55,6 |
5 | Lesoto | 54,2 |
6 | Honduras | 53,7 |
7 | Colombia | 53,5 |
8 | Brasil | 52,9 |
9 | Guatemala | 52,4 |
10 | Panamá | 51,7 |
11 | Suazilandia | 51,5 |
12 | Ruanda | 51,3 |
13 | GuineaBisáu | 50,7 |
14 | Chile | 50,5 |
15 | Costa Rica | 49,2 |
Fuente: elaboración propia en base a Banco Mundial (información de 112 países que reportaron al menos un dato de Gini en 2009-2015)
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