› Por Comision de Economia de Carta Abierta
Ciento cincuenta días de gobierno de derecha han sido suficientes para demoler la matriz de la política económica que a través de permanentes confrontaciones se había abierto camino en más de una década de despliegue de un proyecto nacional, democrático y popular. La constatación provoca de inmediato la pregunta ¿por qué lo que costó tanto en construirse pudo desarticularse con esa velocidad?
Un lugar común resulta la respuesta “Es más fácil destruir que edificar”. Sin que deje de responder a la verdad, esta explicación no desentraña las cuestiones más hondas que yacen en el interrogante. Cada vez que ocupó el gobierno, el poder económico realizó reestructuraciones fundamentales dirigidas a recomponer a su favor el patrón de acumulación en plazos cortos. Lo han podido hacer no por su idoneidad o capacidad de gestión, sino debido a que la fusión entre poder económico y poder político abre el paso a un abrupto cambio en la correlación de fuerzas. Modificación regresiva que supone intensificación en la capacidad de dominación de los grandes grupos del capital concentrado sobre las mayorías populares. Cambio de régimen que en el recorrido histórico argentino había irrumpido siempre con las rupturas institucionales y que, si bien luego se reiteró en las particulares condiciones del giro de Menem en el poder –ungido por el sufragio de quienes no imaginaban semejante viraje–, ahora, por primera vez, ha consumado su legitimidad inicial al obtener la mayoría de votos, en un proceso electoral donde más de la mitad de la ciudadanía optó por un candidato de derecha, propietario perteneciente a un grupo económico que creció notablemente durante la dictadura terrorista.
Resulta sistemático que, cuando esa fusión se produce, el discurso oficial abandona los conceptos y razonamientos de la economía política y se asienta en la mutilación de esta unidad, separando economía de política. Las palabras que reemplazan las que remiten a relaciones sociales de producción y distribución son dichas desde un lugar de saber único que se autorrefiere como objetivo y como verdad irrefutable. Las otras miradas sobre la realidad son señaladas como erróneas y causantes de los padecimientos de la “gente”. La economía (a secas, sin política) transformada en una técnica de vía única conduce a la anestésica afirmación que caracteriza las medidas de ajuste de las oscuras épocas de retroceso social y ampliación de beneficios y rentas de los más ricos: “Son medidas dolorosas pero necesarias”.
El discurso del gobierno promete un futuro mejor a las mayorías populares siempre que se sometan a un presente de sacrificios. Los “inversores” (el capital financiero), en cambio, son atendidos con mejoras urgentes que paga el resto de la sociedad. Es la fórmula del “saber” que el poder económico ofrece cuando tiene las riendas del gobierno: presente para los dominadores, futuro para el pueblo.
Estas restauraciones suceden a gobiernos populares que arribaron, en el transcurso de años de fricciones y confrontaciones con el poder económico, a la construcción de sociedades más justas, menos desiguales, con mayor nivel de empleo y aparatos productivos más diversificados. Es en estos tramos de la vida nacional cuando la economía política se reconoce como un terreno de debate, de disputa de ideas que responden a distintos proyectos y bloques sociales. Tiempos en los que se devela la grieta que separa a los grupos concentrados locales y extranjeros con el pueblo, grieta que permanece oculta en el discurso de la economía del ajuste, rebautizada por sus actuales ejecutores como proceso de “sinceramiento”.
Cuando se examina el real significado de esta palabra se desnuda su impronta fetichista: ¿qué operación encubre? La de deshacer todo lo que las decisiones que las representaciones políticas de las ciudadanías y sus liderazgos populares han edificado en pos de redefinir los precios relativos de los bienes de la economía, mientras cobraban a los sectores privilegiados más impuestos que ayudaban a financiar los subsidios a necesidades básicas populares como la niñez en hogares de ingresos informales, el transporte urbano, el gas y la electricidad, entre otros.
“Sincerar”, palabra que gusta repetir el nuevo gobierno, significa renunciar a una política económica donde el mercado es solo un instrumento más que la ciudadanía utiliza para organizar su vida económica. Esta operación de dimisión se presenta como purificadora de “distorsiones”, expresión que designa la intervención de la política en la economía de mercado para modificar precios. Por eso el discurso del actual presidente asigna las mejoras futuras de la vida de las mayorías a los efectos del entusiasmo de los capitalistas y financistas frente a la destrucción de un conjunto de mejoras distributivas, al debilitamiento de la autonomía nacional y al retroceso de las mayorías populares en la relación de fuerza de poder.
El gobierno de la derecha se caracteriza por la mentira. Dice una cosa y sus objetivos reales son todo lo contrario. Son los globos de colores de la campaña para tratar de calmar a las mayorías, incluidos sus votantes.
Dice proponerse el objetivo de pobreza cero, mientras promueve en los hechos una redistribución regresiva del ingreso, una disminución del consumo por estrechamiento de los salarios reales y un aumento acelerado de la desocupación. Dice que con los “sinceramientos” provocarían una dinamización de la demanda por el incremento de las inversiones privadas que resultarían del crecimiento de la tasa de ganancia y de las modificaciones jurídicas regresivas, sobre cuya permanencia se ofrece como garante (por eso el veto a la ley que pretende evitar una ola de despidos y el pago sumiso, sin negociación real más que una simulación de espectáculo, a los buitres). Muchos dichos, pero lo único que se puede comprobar es una aguda transferencia de ingresos populares a los sectores privilegiados.
El “sinceramiento” conllevó dos acciones de gobierno (una de ellas convalidada por un Congreso en el que logró –hecho grave– el acompañamiento de una mayoría): a) el mencionado pago a los buitres y b) el desmonte de los controles cambiarios y de los movimientos de capitales.
El significado del paquete implica la vuelta a la financiarización sin escala ni mediaciones, aceptando nuevamente la inserción pasiva en la globalización de las finanzas como condición indispensable de una economía “sana”. Resultados ya hay a la vista: abrupto crecimiento del endeudamiento y aceleración de la fuga de capitales. La participación de los bancos que tradicionalmente medraron con las operaciones financieras en tiempos del neoliberalismo no es un detalle menor respecto de los intereses involucrados en el retorno del pensamiento único al discurso oficial económico.
Son ex funcionarios de estas instituciones quienes conducen la economía y las finanzas nacionales actualmente. Otros, desvinculados hace muy poco de compañías privadas sectoriales o supuestamente suspendiendo su rol de grandes empresarios de esos sectores, han tomado a cargo las áreas en donde actúan esas empresas privadas de cuya administración participaban, muchas de las cuales son multinacionales.
La fusión entre poder político y económico asume hoy un nivel tal vez inédito en nuestra historia. El discurso que encubre la crucial pérdida de peso de la voluntad ciudadana a manos de unos centenares de empresas, recurre machaconamente al recurso de la mutilación de la economía política, insistiendo en un “saber” que resulta de la academia (sobre todo la foránea y la privada), y la experiencia empresaria.
El gobierno de derecha afirma que se propuso acometer el camino de reducir la inflación a un dígito. Los argumentos no difieren de los vulgares recursos justificatorios de las anteriores restauraciones que desandaron las mejoras para las mayorías. El saber único de la ideología liberal-conservadora indica que “la inflación es el peor impuesto para los pobres”.
Una mirada retrospectiva muestra cómo durante los gobiernos populares que antecedieron al presidente Macri, hubo inflación, a pesar de lo cual se desarrolló el período más intenso y permanente en términos de mejora de los salarios reales, que alcanzaron un nuevo piso estructural, en el marco de un intenso crecimiento de la economía, el sector industrial y el empleo. En cambio el “sinceramiento” produjo la duplicación de la tasa de inflación, con recortes sustantivos en los sectores de ingresos fijos. Mientras se liberaron precios y dejaron fuera de control la comercialización de los productos de consumo masivo, se eliminaron subsidios y aumentaron tarifas de servicios esenciales, se devaluó y se dejaron sin efecto las retenciones (salvo la de la soja que tiene el mismo destino pero con un esquema gradual). O sea que se financió la quita de retenciones a los sectores perceptores de renta agraria con la eliminación de subsidios y el aumento de tarifas que recaen indiscriminadamente y reducen la capacidad adquisitiva del pueblo.
La escalada inflacionaria producida por el cambio de la política previa fue un golpe durísimo a los sectores populares y medios. La explicación de la pesada herencia se acopló a la justificación de la inevitabilidad del “sinceramiento” para dirigirse a una época mejor, sin inflación.
Esta suba de precios transcurrió mientras el BCRA elevó la tasa que paga a los bancos para extraer dinero de circulación, a niveles tan altos como fuere necesario para evitar la merma del nivel de reservas y favoreciendo en la revivida bicicleta financiera la generación de rentabilidades que superan la expectativa de beneficios de cualquier proyecto de inversión productiva, mientras se atrae al capital especulativo de corto plazo.
El gobierno busca provocar la recesión, para que el empleo se reduzca y los salarios caigan como consecuencia del menor poder de negociación de los trabajadores (igual que en los noventa).
Se inició una ola de despidos en el sector público con inequívocas características de persecución ideológica y atemorizante de la actividad gremial, estigmatizadora del empleo público y con claros objetivos de que sea tomada como ejemplo para que el sector privado haga lo mismo frente a la recesión buscada. El gobierno encubre estas acciones con la excusa de que los despidos en el sector público son para quitar ñoquis y militancia sin funciones (la grasa militante según expresiones de un ministro). Esta es, tal vez, la construcción discursiva más grave de una permanente actitud donde la realidad de los hechos intenta falsearse con las palabras usadas para explicarlos. Completa la justificación de esta concepciones, acciones y palabras aduciendo el advenimiento futuro de empleos de calidad, concluyendo en una lógica en el que se desprecia el empleo público y se adjudica esa calidad al empleo privado, sin reparar en el grado de precarización o formalización de este último.
La lógica del “sinceramiento” resulta necesaria para endilgar la inflación actual a la “pesada herencia”. Esta sobrevendría de la estructura de precios que habrían sido distorsionados por la intromisión estatal en la formación de los mismos. O sea que esa pesada herencia debería develarse en el origen que propone, pero encubre, el discurso oficial: la intervención en que había incurrido el Estado para propender a una distribución del ingreso que sea exógena a las determinaciones mercantiles en una sociedad donde el poder económico es altamente concentrado. Intervención del Estado que se produjo con la concurrencia de un mejoramiento sustantivo del nivel de ocupación y también de un notable mejoramiento del grado de sindicalización.
En estos doce años se debatió largamente el enfoque que muestra la inflación como manifestación de la puja distributiva entre ganancias, rentas y salarios, o sea entre trabajadores y otros sectores de ingresos fijos por un lado y capitalistas y otros propietarios que participan en el proceso económico (agudizada por el grado de concentración de los últimos y la mayor sindicalización de los más débiles).
El gobierno de derecha quiere arrojar fuera de la discusión este enfoque. Su prédica de una sociedad sin “grietas” y su negación que la política sea un ámbito de conflicto de intereses desaconseja estas miradas sobre la lógica de los precios.
La simpleza de la teoría monetarista, de la ecuación cuantitativa, que establece la inflación como resultado que proviene de la mayor cantidad de dinero circulante frente a una masa igual de bienes, resulta cómoda, no discute sobre conflictos entre bloques sociales y es funcional a una mirada tan poco compleja que no representa los aspectos clave de la dinámica económica, mientras permite justificar altas tasas de interés para retraer la cantidad de dinero y reparte altos beneficios a los rentistas financieros, al mismo tiempo que los trabajadores son arrojados a la calle.
Ese dogma que sensibiliza al peor sentido común resulta un buen recurso, a su vez, para atacar el gasto público, apuntando a reducir el gasto social y la inversión pública, bajo el pretexto de bajar el déficit fiscal, aumentado por el actual gobierno con medidas que redujeron la recaudación que cargaba sobre los más pudientes.
Las consecuencias de visiones y explicaciones que hoy esgrimen el presidente del Banco Central, el Ministro de Hacienda y el Presidente de la Nación son de vasto alcance. En ellas el conflicto social es sustituido por uno entre el Estado y la sociedad civil (el mencionado tema de la emisión y su relación con el gasto). Para ellos el conflicto no resultaría, entonces, de relaciones sociales sino de enfoques errados y políticas irresponsables. La economía sería una tecnología con un modelo de resolución única, que en el equilibrio optimizaría la mejor posición para cada ciudadano. La convocatoria de “se puede” y la de “vamos todos juntos” sintetizan esta lógica, que es la del borramiento de la existencia de intereses contrapuestos y el alineamiento de toda la sociedad detrás de quienes han sido exitosos en la gestión.
La prueba del éxito resultaría de las ganancias y capitalización de las empresas que han conducido. Las mayorías populares son convocadas a apoyar la conducción de esa Ceocracia, como los asalariados deben hacerlo en las empresas en que trabajan.
Los doce años de kirchnerismo fueron el último período vivido en el que predominó la autonomía de la política sobre la economía, con una vocación permanente de bregar por el comando de la voluntad ciudadana sobre la de los mercados hegemonizados por un puñado de grupos y empresas de gran volumen, voluntad ciudadana que había optado por gobiernos dispuestos a limitar los beneficios de oligarquías y clases altas y por medidas que ensancharan la autonomía frente a las imposiciones del capital financiero internacional y los organismos multilaterales de crédito vinculados a él.
Esas son exactamente las líneas que hoy son revertidas como una media por el gobierno de Macri y las derechas y centroderechas que lo acompañan en el parlamento otorgándoles mayorías. A pesar de que en las campañas electorales no formularon programas concretos, se esmeraron en prometer correcciones que no iban a remover todo lo bueno. Pero una vez que accedieron al poder abordaron la destrucción de los ejes de la política que había logrado el desendeudamiento, el sustantivo crecimiento de la economía, la mejora del salario, una redistribución del ingreso más justa, la inclusión jubilatoria, la recuperación del manejo de algunas empresas estratégicas y el restablecimiento de un papel mucho más dinámico e importante de la industria en el PBI.
Por su parte, ese proyecto del nacionalismo popular democrático nuevamente terminó enfrentado a condiciones de restricción externa. Esta vez con mayor debilidad que en experiencias anteriores y, paradojalmente, en el período más extenso que sostuvo un gobierno de ese carácter. La debilidad devino de una mayor globalización productiva, con cadenas de valor que elevaron la elasticidad de importaciones del crecimiento del producto industrial en los países periféricos mientras reservaban las áreas que requerían la utilización de tecnologías de frontera a los países centrales, particularidades que denotan una mayor dependencia resultado del tipo de inserción industrial. Argentina impulsó emprendimientos que avanzaron en la autonomía tecnológica. Marcaron un nuevo sendero, hitos destacables. Pero los plazos fueron tiranos y no se abordó la construcción de un proyecto integral de independencia tecnológica que requería una proyección en el tiempo y una dedicación presupuestaria sustantiva, ya que su desarrollo necesita siempre del Estado como agente principal.
La industria automotriz y Tierra del Fuego son dos ejemplos de crecimiento industrial abordado sin los cambios estructurales que reclama el fortalecimiento del Proyecto. Sin embargo, esta no fue la causa única de la restricción externa. También lo fue la tardía reacción en definir una intervención más decidida y sistemática en el manejo de la cuenta de capitales y regular y controlar el mercado de cambios. Su posterior establecimiento permitió mantener tasas de crecimiento positivas y niveles de empleo y salarios elevados.
En definitiva, fue la persistencia de la fuga de capitales la que precipitó el advenimiento de la restricción externa. Corresponde entonces marcar que las políticas económicas más profundas adoptadas en el ciclo kirchnerista fueron las que el actual gobierno de derecha se encargó de demoler de inicio. Lo hicieron mediante la salida de lo que etiquetaron con la palabra “cepo” y la actitud de sumisión frente a la corporación judicial-financiera norteamericana con el pago a los buitres, en sintonía con la lógica Griesa. Esas decisiones significaron la reinserción argentina en la globalización financiera. Haberlo habilitado autoriza a hacer una grave denuncia: el gobierno de Macri avanza en una política de carácter antinacional.
Argentina había alcanzado un nivel de autonomía financiera que la ponía en condiciones de encaminarse a resolver los problemas de mejoras productivas y avances en la igualdad. Este gobierno destruyó esa conquista. Lo hizo favoreciendo lo más dinámico y, a la vez, lo más regresivo en esta etapa del capitalismo mundial: el mundo de las finanzas, de los especuladores de corto plazo. Lo hizo bajo el canto de sirenas que anuncia una plétora inversora que favorecería el crecimiento. Sólo cabe esperar el retorno del patrón de valorización financiera. Este patrón generará sobreendeudamiento y fuga, que ya se advierten. Mientras tanto, retrocederán las condiciones de vida popular y la Nación será entregada a viejos y nuevos poderes oligárquicos. Las pymes serán seriamente perjudicadas por la refinanciarización de la economía y el achicamiento del mercado interno producto de la transferencia regresiva de ingresos. El signo más emblemático del carácter del gobierno de derecha es la quita de las retenciones a la minería, el huevo de la serpiente de la reprimarización a la que conduce su política. Y hay que decirlo, no es por error, es por la defensa de los intereses de minorías locales y extranjeras. Resulta también dramático que el fundamentalismo pro retiro del Estado de la economía, que tiene como dogma la derecha gobernante, comience ya a pronunciarse sobre la posibilidad de la venta de las acciones que permanecen en poder público, fruto de la profunda y justa reforma del régimen jubilatorio sancionada en los años de gobierno kirchnerista.
En consecuencia, cuando comenzamos a reflexionar sobre una nueva instancia de políticas transformadoras, que se construirá con resistencia, convicción, inteligencia y confrontación, en el ámbito de la economía habrá que empezar contemplando la adopción de políticas que reconstruyan la autonomía financiera y desaten los lazos con el capital prestamista, sin las cuales el futuro amenaza con ser una condena a la dependencia.
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