› Por Andrés Musacchio *
El referéndum británico popularizado como Brexit inicia un probablemente largo proceso que culminará con la separación del Reino Unido de la Unión Europea. Eleva, además, un nuevo escalón en la crisis que asuela a la región desde 2007. De hecho, el primer resultado palpable fue un derrumbe de los mercados financieros comparable al inicio de la crisis del banco Lehman Brothers.
Para algunos sorpresivo, para otros no tanto, el Brexit demanda una lectura cuidadosa por parte de la dirigencia política europea, que no supo evaluar adecuadamente el significado de la larga crisis. Esta suponía el agotamiento de un modelo derivado de la “teoría de la oferta”, que propulsaba una distribución regresiva del ingreso, la liberalización radical de los mercados y el abandono de buena parte de los instrumentos de regulación del Estado para recomponer la rentabilidad empresaria y relanzar un crecimiento que había sido supuestamente debilitado por políticas populistas keynesianas.
En los hechos, la teoría sirvió de basamento al modelo neoliberal, que impuso el predominio de la lógica financiera por sobre la productiva, un bajo crecimiento estructural, una sobreacumulación de capital que forma burbujas especulativas y explosiones periódicas y una pérdida enorme en el salario y las condiciones de trabajo.
La construcción de la integración europea a partir del Acta Única de 1986 fue fortaleciendo el modelo. Desde entonces la Comunidad Económica Europea y su sucesora, la Unión Europea, se convirtieron en un instrumento de una pequeña elite conformada por los grandes conglomerados regionales. La respuesta ante cada explosión, como la gran crisis financiera de 1992 o las turbulencias posteriores a 2008, fue una radicalización del instrumental neoliberal y sus recetas de recorte del gasto público y de los salarios, de la liberalización de los mercados y de una radicalizada austeridad competitiva. En un reciente reportaje, un ex director del Banco Mundial afirmaba que cuando los salarios caen y se recorta el Estado de Bienestar, la gente se atemoriza frente al futuro; siendo esas las consecuencias de la política económica de la UE, no causa sorpresa que los afectados voten contra la UE.
El cachetazo del Brexit se debe, en buena medida a ese proceso. Pero no fue el primero. Antes, la primera elección de Tsipras en Grecia. O, por caso, el rechazo a la fallida constitución europea en los referendos de Francia y Holanda en 2005, que le daba virtual rango constitucional y privilegiado al odioso Pacto de Estabilidad y Crecimiento. O el referéndum que evitó el ingreso de Dinamarca a la zona Euro. O el referéndum que evitó el ingreso de Noruega a la Unión. En cada caso, la elite política aguantó el chubasco, cerró filas con la elite económica y siguieron negando los problemas y alejándose de la gente.
La integración se transformó así en un grupo de burócratas encargados de determinar la curvatura de los pepinos y las metas de inflación, sin contacto con las necesidades reales de la población. Pero el proceso es aún más profundo. Las sucesivas normativas de la Unión apuntaron a blindar las políticas neoliberales, cerrando cualquier opción de modificación, independientemente de la voluntad de los ciudadanos. Simultáneamente, la liberalización del capital financiero se convirtió en un verdadero lastre. El prestigioso especialista en temas financieros Barry Eichengreen observa en uno de sus libros más festejados que “durante varias décadas después de la Segunda Guerra Mundial, los límites a la movilidad del capital sustituyeron los límites a la democracia como fuente de aislamiento frente a las presiones de los mercados”. Simétricamente, se podría argumentar que la liberalización financiera que se generalizó desde los años 80 significan la reversión del proceso: la volatilidad del capital pone en competencia a los grupos nacionales de trabajadores; los empresarios amenaza con migrar si los trabajadores no admiten paulatinas reducciones de salarios o creciente flexibilización de las condiciones de trabajo. Y lo mismo ocurre cuando los Estados intentan imponer marcos regulatorios. Lo que ocurre con el neoliberalismo, pues, es una licuación dramática de las condiciones políticas, de la democracia. Ese es, probablemente, el nudo gordiano.
A ello se le agrega, además, una creciente polaridad entre los países de la región. Si hay en cada país una redistribución regresiva del ingreso, también se ha intensificado el flujo de recursos desde los países más pobres a los más ricos. Grecia es el caso extremo, pero todo el sur y el oeste europeo asiste a una degradación acelerada de las condiciones de vida. Mientras tanto, Alemania impone su política exportadora, que la ha llevado a un superávit comercial de 8,2 por ciento de su PIB, para el resto un déficit imposible de sustentar.
En ese marco, está claro que el florecer de un conjunto de partidos de extrema derecha no es fruto de la casualidad. No lo es en Gran Bretaña, pero tampoco en Alemania, en Francia, en Holanda, en Austria, en Hungría, en Polonia. Algunas ya en el gobierno; otras a sus puertas. El avance de una extrema derecha nacionalista, antieuropea, xenófoba, en algunos casos oligárquica y en otros populista, es la consecuencia de un modelo económico–social que no admite válvulas de escape o puertas de salida. De hecho, algunos partidos tradicionales llamados a captar y a representar como opción democrática a los sectores postergados se convierten en los cancerberos más acérrimos del régimen. Así, por ejemplo, mientras crece la oposición popular contra el acuerdo de libre comercio con Estados Unidos –el TTIP–, el vicecanciller alemán y líder del partido socialdemócrata, Sigmar Gabriel, es su principal adalid. Ante el vacío político, ante el desplazamiento de funciones de los Estados nacionales a las regionales para disolver responsabilidades, el rebrote nacionalista y la eurofobia son fácilmente explicables.
La ruptura de la solidaridad, la reclamación no escuchada de una Europa social y el creciente vaciamiento de la democracia en la región –lo que ha dado en llamarse la Europa de las elites– está en la base del Brexit. Con la salida de Gran Bretaña, se aleja uno de los miembros más radicalmente neoliberales y más apoyados en el capital financiero. En esa coyuntura, y pasado el golpe inicial que la dirigencia política acusa, deberán tomar en serio el rechazo que este modelo de desarrollo y esta forma de integración están recogiendo y comenzar a acompañar un debate que ya se está sintiendo con alguna fuerza incluso en el seno de los organismos más ranciamente asociados al modelo como el Fondo Monetario Internacional.
El Brexit puede ser una dramática vuelta de tuerca en la larga crisis internacional. Puede ser, también, el punto de quiebre del modelo y el inicio para la construcción de una nueva sociedad europea y mundial. En un caso o en el otro, seguramente marcará un hito importante en la historia del siglo XXI. Será, probablemente, la primera “pelea del siglo”. De como se lo interprete, será la consagración de la gran esperanza blanca o su derrota ante los camisas negras.
* Idehesi-UBA/Conicet
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