Mientras en la Argentina proliferan las imágenes de niños raquíticos, arrasados por el hambre, el problema de los pobres estadounidenses es el sobrepeso o, abiertamente, la obesidad. Según algunos críticos, la culpa es de los programas alimentarios oficiales, que cambiaron el anterior problema de la desnutrición por otro también catastrófico en términos sanitarios, que es el de la mala nutrición, con exceso de calorías y grasas. Esos programas tienen un presupuesto anual conjunto de 31 mil millones de dólares. El más dotado es el de los food stamps, con 18 mil millones.
Actualmente el 65 por ciento de los norteamericanos, según recordaba recientemente Doulgas Besharov, están excedidos de peso, y la mitad de ellos son directamente obesos. Es decir, un tercio de la población, o cerca de 100 millones. Pero la proporción de gordos entre los pobres ronda el 40 por ciento, o dos de cada cinco. Peor aún es el panorama entre los adolescentes de familias necesitadas, cuya propensión a la obesidad duplica a la de los mayores.
Los food stamps son recibidos mensualmente por unos 20 millones de pobres, y por montos que llegan a los 465 dólares por mes para un grupo familiar de cuatro. Pero no les dan dinero, para evitar que lo gasten en algo diferente de comida, con lo que se contribuye a la sobrealimentación. En las escuelas, además, se sirven diariamente más de 8 millones de desayunos y 28 millones de almuerzos, que cubren el 58 por ciento de las calorías que necesitan los alumnos, bajo el supuesto de que comerán poco el resto de la jornada. Pero no parece ser éste el caso, entre otras cosas porque una misma familia puede ser beneficiaria de varios programas alimentarios a la vez.
Dan Glickman, entonces secretario de Agricultura, dijo en 1998 que en Estados Unidos se moría más gente por comer demasiado que por comer poco. Y eso en un imperio que subsidia masivamente a sus productores de alimentos.