Dom 25.01.2004
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BUENA MONEDA

Buena moneda

› Por Alfredo Zaiat

Ahora que se festeja que la economía crece doce meses seguidos a ritmo chino, las despreciadas cuasimonedas, cuyo rescate ha concluido, se merecen un lugar más destacado que recordarlas como simples papeles pintados u objetos de colección numismático. Esa tercera moneda, con diferentes denominaciones segúan el área geográfica de influencia, ha tenido una contribución fundamental para evitar primero una depresión aún más dramática, para luego ser una pieza clave para el empujón inicial de la recuperación. La relevancia de los Patacones, Lecop, Federales, Bocade, Lecor y otros billetes de nombres diversos ha sido poner en evidencia el absurdo dogma que postula que la emisión monetaria es nociva en sí misma. Esos papeles, que salvaron a la Argentina de la paralización total de la actividad y, por lo tanto, de un caos de proporciones, nacieron para esquivar las restricciones de la convertibilidad. Y luego para echar un poco de agua al incendio de una devaluación descontrolada.
El discurso contra la emisión de moneda quedó grabado a fuego ante la experiencia de la hiperinflación, cuyo saldo fue la cárcel del 1 a 1. Ese régimen sólo permitía crear pesos contra el ingreso de divisas a la arcas del Banco Central. Pero esa prisión acompañada de fuga de capitales, como la registrada en el período 2000-2002, tuvo como resultado la destrucción del aparato productivo. Como se enseña en textos básicos de economía, en recesión o para fortalecer la salida del valle de un ciclo económico la recomendación es expandir y no contraer la masa monetaria. La receta de subir la tasa de interés y bajar el gasto público, vademecum del FMI y de economistas locales expertos en pronósticos errados, fue la aplicada en Estados Unidos que derivó en la Gran Depresión del ‘30. Y esa vía fue la que profundizó la recesión en Argentina desde 1998 hasta un nivel que de haber continuado, hubiera tenido como desenlace la disolución nacional. Las cuasimonedas, desde la elemental función de alimentar el circulante, colaboraron en evitar ese trágico destino.
Los casi 7600 millones de tercera moneda emitida (queda un remanente de 84 millones de Lecop y 59 de Patacones) vino a cubrir la acelerada desmonetización, o sea la caída del dinero en poder del público por la huida hacia el dólar. Se sabe que con menos billetes en circulación la actividad desciende, y va en sentido inverso mientras que la cantidad de dinero sea la adecuada al ritmo de crecimiento del Producto para no generar inflación.
La experiencia de las cuasimonedas sirve, entonces, para empezar a poner las cosas en su lugar. La emisión para financiar déficit fiscales creciente, como en los ‘80, termina en la quiebra y evaporación de la moneda doméstica cuyo saldo es la hiperinflación. La represión de la emisión para sostener modelos inviables, como lo era la convertibilidad, también termina en quiebra y destrucción de la moneda, y en este caso el resultado es la depresión. La emisión no es una facultad del Estado a demonizar, sino a preservar y a jerarquizar como herramienta del desarrollo.
En esa instancia, la política monetaria recupera su importancia para fortalecer el crecimiento económico. Pero limitarla a ser parte del experimento de moda, el inflation targeting, que condicionan la expansión monetaria a un objetivo de aumento de precios, es volver a repetir errores del pasado al encerrarse en dogmas. Esa teoría que tiene como abanderado a la conducción del Banco Central no responde el siguiente interrogante: ¿por qué la emisión necesariamente se trasladaría a precios? Existe todavía capacidad industrial instalada ociosa en varios sectores, lo que significa que hay exceso de oferta y lo que falta es demanda. Esta se podría alimentar con emisión con un manejo de sintonía fina sobre la evolución de precios. Y por el lado de la oferta, el demorado proceso de inversión puede ampliar ese horizonte.
Además, en la Argentina posdevaluación y poscorralito se ha revelado difícil para los economistas estimar la demanda de dinero, o sea la cantidad de moneda doméstica que la gente está dispuesta a mantener en saldos líquidos, luego de esos profundos cambios estructurales. Ciertamente cualquier estimación de esa variable no sirve. Aquellos que pronosticaban la hiperinflación a mediados de 2002 pensaban que habría una fuga del peso al dólar, que no se verificó. Incluso Alfonso Prat Gay, mandamás del Central, a comienzos del año pasado definió una política monetaria contractiva, de acuerdo a las metas comprometidas con el FMI, que demostró que estaba errada. Y luego la revisó. En los meses siguientes y hasta ahora, los economistas de la city no dejan de sorprenderse con la capacidad de absorción de pesos por parte de los diferentes agentes.
En definitiva, se trata de empezar a analizar la política económica, como se hace en otros países más o menos normales, con las herramientas fiscales y monetarias conocidas. Así, en esta etapa de recuperación de la moneda doméstica y lenta, pero persistente desdolarización del circuito comercial, no tanto en el mundo financiero, no hay que olvidar que a unos vapuleados papelitos de colores les corresponde una porción de ese mérito.

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