BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
La historia política reciente, la que comienza con la recuperación de la democracia, enseña que los gobiernos fortalecen su legitimidad en las urnas. Pero logran lo que se denomina gobernabilidad, que no es otra cosa que la sociedad esté convencida de que un Presidente puede mantenerse en el ejercicio del poder, cuando la economía transita un proceso de crecimiento sostenido. La caída traumática de Raúl Alfonsín, el deterioro de la autoridad de Carlos Menem y la huida dramática de Fernando de la Rúa coinciden con graves crisis económicas. La hiperinflación de Alfonsín, la recesión de Menem y el descalabro de la convertibilidad de De la Rúa han sido los acontecimientos que marcaron a fuego a esas gestiones. Los dos primeros pasaron su primer test electoral con éxito en un contexto de economía en alza. El último no superó esa prueba de las urnas, siendo ésa el síntoma de agotamiento de su administración ya en un escenario de una recesión prolongada. Las próximas elecciones, que Néstor Kirchner las transformó en un acto plebiscitario, tendrán un resultado –más allá de si el oficialismo en su conjunto alcanza el 51 por ciento de los votos– que legitimarán a un gobierno que emergió sin transitar la segunda vuelta por la fuga de Menem. Dicen los que saben que el poder se construye ejerciéndolo, que fue lo que sucedió en los dos últimos años. La gobernabilidad, en cambio, debido a las inquietantes crónicas de inestabilidad económica pasadas, no está vinculada directamente con las urnas. Si bien detentar la mayoría de los votos facilita esa tarea, el imprevisible recorrido de la economía puede derrumbar hasta a la más aceitada arquitectura de construcción política.
Hoy, en forma simplificada, el tipo de cambio real competitivo en un contexto de inflación bajo control es el más relevante instrumento que brinda las condiciones para una apacible gobernabilidad. Esto es, un dólar alto facilita cumplir con el doble objetivo de impulsar el crecimiento económico con determinadas características, al tiempo de brindar un ameno horizonte político. Así se comprende con más facilidad la obsesión que comparten Kirchner y Lavagna por defender la actual paridad cambiaria. El endurecimiento de los controles al ingreso de capitales especulativos anunciado el jueves pasado apunta a ese objetivo, además de ser una medida indispensable para no alimentar burbujas financieras.
En estos momentos, nada sería como es si la cotización del dólar quedara a merced de la fuerza del mercado, sin la activa participación del Banco Central y Banco Nación. Lo más probable es que la paridad emprendería un recorrido descendente hasta el mismo nivel que hoy se ubica la relación real-dólar, que tocó un mínimo de 2,38 por unidad, para luego describir un salto hasta cerca de 2,50 la última semana por la crisis que atraviesa Lula por denuncias de corrupción.
El dólar alto y libre ofrece una importante flexibilidad a la política económica. Flexibilidad que queda en evidencia recordando el asfixiante corcet de la convertibilidad. Como se sabe, un tipo de cambio real competitivo favorece a los sectores exportadores para ganar mercados, además de permitirles la contabilización de crecientes utilidades. También colabora para el ingreso de divisas a una economía que, si bien abundan en la actualidad, su escasez es uno de sus rasgos estructurales. Esa es una de las principales contribuciones de los exportadores, que dada su especialización en productos primarios o de escasa complejidad industrial no son actividades intensivas en mano de obra.
Por el lado del Estado, el dólar alto es el reaseguro, con exportaciones en alza y precios internacionales elevados, para seguir aumentando la recaudación vía el cobro de retenciones. El crecimiento de los ingresos fiscales tiene a ese impuesto como uno de sus motores más potente, consolidando de ese modo un robusto superávit de las cuentas públicas. Kirchner en más de una oportunidad remarcó el valor político de contar con ese excedente, que no es otra cosa que retener un poder de disuasión ydisciplinamiento tan contundente como los votos. Lo mismo piensa Lavagna que, a su estilo, destacó en más de una ocasión la importancia del superávit como un factor de autonomía, que le sirve para implementar la política económica aflojando la soga al cuello. Además, el ministro lo tiene a mano como escudo ortodoxo a arrebatos de la ortodoxia fundamentalista.
La presente política cambiaria también actúa como barrera a la entrada de productos del exterior que se pueden fabricar localmente. Esto es lo que se conoce como promoción a la industria sustitutiva de importaciones. Ese proceso se verificó en los sectores textil, de calzados, de papel, marroquinería, línea blanca, impresión y también, aunque con menor fuerza, en metalmecánica. Esas industrias, a diferencia de las vinculadas a las exportadoras, contribuyen al ahorro de divisas y, fundamentalmente, a crear puestos de trabajo debido a que son intensivas en la utilización de mano de obra.
Un dólar alto, por lo tanto, garantiza un piso de crecimiento aceptable por el impulso exportador, el desarrollo de industrias que reemplazan productos importados, el aumento en el nivel de empleo y el crecimiento de los ingresos fiscales. Esa es la base de sustentación del actual modelo económico, que nace con un fuerte mazazo a los salarios con la devaluación. Recién ahora, aunque con una fuerte disparidad entre trabajadores, se está verificando un lento proceso de recuperación de ingresos. El desafío para Lavagna será probar que un modelo de dólar alto no implica necesariamente bajos salarios –como repiten ciertos especialistas– sino que tiene que ver con el tipo de especialización que adquiere la economía.
La acumulación de reservas, en esa estrategia, no es solamente fruto de un capricho presidencial o para mostrar espaldas anchas al FMI. También es, en última instancia, el resultado de defender la política irrenunciable de este gobierno de mantener un tipo de cambio real competitivo. Como ejercicio teórico vale la pena pensar qué pasaría si el dólar bajara a 2,40 pesos por unidad. No hay que perder mucho tiempo y basta con mirar lo que está sucediendo en Brasil: el crecimiento es perezoso, aumenta el descontento con el gobierno, Lula desciende en las encuestas y, en ese escenario, las denuncias de corrupción adquieren mayor relevancia ante una administración que empieza a mostrar síntomas de debilidad. ¿Les suenan conocidas esas características?
Las elecciones con épica de plebiscito serán en octubre. Pero día a día hay una votación que define aún más que esas urnas, y cotiza a capa y espada a 2,90.
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