BUENA MONEDA › BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
Editor jefe de Cash - Página/12
El índice de acciones líderes MerVal va quebrando record; los títulos públicos emitidos luego del estallido de la convertibilidad contabilizan cotizaciones máximas; los bonos que surgieron en el canje de deuda en default no paran de subir desde el momento del cierre del trueque de papeles; los plazos fijos ajustados por CER que se inmovilizan por un año han registrado un importante crecimiento en lo que va del año; el precio de los campos se ubica por encima del tope alcanzado durante la década del ’90; los valores del metro cuadrado en el cordón norte de Capital y conurbano alcanzan niveles en dólares más altos que en el período del 1 a 1; los alquileres de locales comerciales no detienen su recorrido ascendente. Más allá de los vaivenes de las cotizaciones de las últimas ruedas y de las señales de alerta para los denominados mercados emergentes, muchos describen este proceso como parte del proceso de recuperación de la economía luego de la crisis del 2001. El fuerte rebote de las principales variables macroeconómicas ha tenido indudablemente influencia en el actual boom bursátil y de la construcción. Esa bonanza seduce al Gobierno porque irradia una corriente optimista sobre la evolución de la economía; entusiasma a los desarrolladores inmobiliarios porque les permite seguir ampliando sus negocios; y excita a los corredores de Bolsa porque vuelven a vivir ese placer de ganar mucho dinero en el paño del recinto de 25 de Mayo y Sarmiento. Sin embargo, los actuales precios de esos activos tienen también una lectura un poco menos apasionada. Se trata de lo que tan bien está explicado en una decena de libros de economía: una burbuja financiera e inmobiliaria.
Si resulta una burbuja que recién comienza, o que está en su etapa de desarrollo, o que pronto explotará es una cuestión que queda reservada para pronósticos de brujos y astrólogos –profesiones que a veces son confundidas con la de economistas de la city–. Cuando los eslabones de esa cadena de la felicidad van retroalimentándose, a sus protagonistas les parece detestable que el estado de plenitud financiera en que viven sea señalado como burbuja. Prefieren explicarlo como parte del funcionamiento de las fuerzas del mercado y de la contribución al desarrollo que implican esas inversiones. Y no se equivocan. Son las fuerzas del mercado que, a partir de determinadas señales como una tasa de interés baja y la consiguiente elevada liquidez, alimentan las burbujas. También es cierto que en los períodos de auge esas inversiones generan un desarrollo en algunas áreas de la economía. Lo que sucede es que son procesos que generan mucha inestabilidad y movimientos serruchos de la actividad con brutales transferencias de ingresos debido a las crisis recurrentes.
Un atractivo libro que acaba de publicarse (El imperio de las finanzas. Sobre las economías, las empresas y los ciudadanos, Grupo editorial Norma) ofrece elementos para entender esa dinámica. Su autor, el economista y periodista Julio Sevares, señala que “la globalización financiera, lejos de contribuir a la financiación del desarrollo, conspira contra la estabilidad necesaria para ese proceso. Esto explica, entre otros factores, que las tasas de crecimiento de la economía mundial anterior a la ola liberalizadora iniciada en los años ‘70 haya sido mayor que el crecimiento promedio de las últimas tres décadas”. Sevares rescata de la investigación Hazards and precautions: tales of international finance, de Gary Clyde Hufbauer y Erica Wada, del Institute for International Economics, un relevamiento estadístico impactante: entre 1970 y 1998 se produjeron 64 crisis bancarias, 79 crisis cambiarias y 35 programas de ayuda del FMI.
Para que una burbuja pueda expandirse deben presentarse ciertas condiciones a nivel local e internacional, y en estos momentos se están dando varias de ellas. En el plano interno, el factor más relevante refiere a la reconstrucción económica luego de una profunda crisis política, social y financiera. Este es uno de los principales sucesos que gatillan, aquí y en cualquier otro país, un estado de ánimo optimista y proclive a la inversión de riesgo. En esas circunstancias, los inversores se entusiasman y se disponen a prestar como a aplicar dinero en activos financieros e inmobiliarios. Tasas de interés bajas debido a esa corriente favorable en un contexto de crecimiento abona ese circuito. La búsqueda de rentas más elevadas impulsa a desviar parte del capital a opciones más audaces. Además, un escenario de fuerte crecimiento económico con doble superávit (fiscal y comercial) entrega un horizonte despejado respecto de eventuales desequilibrios. Ese panorama se fortalece con un frente internacional extraordinariamente positivo, con tasas de interés bajas y precios de materias primas elevados.
Ese proceso se fortalece y alcanza su máxima expresión cuando esos mismos inversores y otros nuevos se animan, además de jugar una porción del capital propio –en la Argentina, muchos dólares del colchón y de colocaciones en el exterior–, a tomar deuda para destinar ese dinero a comprar acciones, títulos públicos o propiedades. Entonces en una carrera donde todos se preguntan cuál es el techo de los precios, los activos siguen subiendo, convocando a nuevos participantes que no quieren quedar al margen de la ola de euforia y del enriquecimiento. Charles Kindleberger, en su clásico Manías, pánicos y cracs, revela con lucidez ese estado de trance colectivo con relación a las burbujas: “No hay nada tan molesto para el bienestar y el buen juicio de una persona que ver a un amigo hacerse rico”.
En la publicación de agosto pasado del Centro de Estudios Financieros del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, el consultor Rodrigo López resalta un informe de la UADE sobre construcción que revela que el ratio entre precios en dólares del metro cuadrado sobre costo en dólares para junio del 2005 “toma un valor de 2,35, indicando que los precios en dólares de departamentos en Zona Norte se encuentran un poco más de dos veces por encima de los costos”. El especialista apunta que muchas inversiones inmobiliarias se orientan con un fin especulativo, pues se compra para vender al poco tiempo. Así, los precios suben a medida que se suceden las compraventas. “Los dueños ven aumentar el valor y venden, ocurriendo aquí una suerte de bien Giffen”, explica López. Se trata de bienes –por ejemplo, hoy inmuebles en zonas privilegiadas de la ciudad– que tienen un comportamiento inusual, diferente del resto: si aumentan sus precios, crece la demanda (Giffen fue el economista que realizó la clasificación de ese tipo de bienes). López describe esa dinámica que se desarrolla en el mercado inmobiliario: los precios se incrementan dando la impresión de que seguirán haciéndolo en el futuro. Con esa expectativa, los dueños de un mismo activo se suceden la propiedad sacando todos una buena porción en cada operación, salvo el último. “Este sujeto –ilustra López–, el último, es el que pierde en toda esa escalada especulativa. Es aquel que se queda con el activo cuando su precio cambia de tendencia, padeciendo una pérdida de capital.”
Esas inversiones financieras, de acciones, títulos y propiedades se parecen mucho a la diversión de los niños en el “juego de las sillas”. Sin rapidez, reflejos y sentido de la oportunidad, el último es el perdedor del juego.
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