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› Por Alfredo Zaiat
Frente a una situación compleja, en general, las soluciones simplistas no son recomendables. Tienen la seducción de una rápida respuesta a problemas que molestan, pero encierran consecuencias poco agradables a medida que se revelan como salidas oportunistas. La amenaza al sector de indumentaria realizada por la subsecretaria de Defensa de la Competencia, Patricia Vaca Narvaja, de bajar aranceles a las importaciones para frenar el aumento de precios se parece mucho a esas soluciones simplistas para cuestiones complejas. Ese camino fue el que propuso y transitó Domingo Cavallo durante la década del noventa con el consecuente desastre productivo y socio-laboral. Las importaciones en esos sectores no actúan como disciplinadores de precios, pero eso no implica dejar libres de culpas a los integrantes de la cadena textil. Márgenes de comercialización muy elevados, pronunciada informalidad y escasa vocación inversora, aunque con un sesgo reciente de mayor compromiso en ese último rubro, son características del comportamiento del empresario textil. Otro factor que tiene que ver con su idiosincrasia es el de la queja patológica, que constituye un rasgo sobresaliente de su personalidad.
El lento pero persistente deterioro del tipo de cambio real está levantando en los hechos la barrera a las importaciones, como queda reflejado en los indicadores de comercio exterior de cada mes. El aumento de precios internos con un dólar clavado en el área de los 3 pesos está volviendo atractiva la compra de productos en el exterior. De acuerdo a las proyecciones de la Fundación Pro Tejer, las importaciones de textiles e indumentaria de este año alcanzarán los 880 millones dólares. El promedio de importaciones en los noventa fue de 910 millones.
Esas cifras brindan interesantes respuestas para esa compleja situación. Por un lado, la propuesta de salvar la ropa de Vaca Narvaja sería poco efectiva, y más bien sólo beneficiaría a los importadores que con la baja de aranceles registrarían una reducción de sus costos y, por lo tanto, un aumento en las utilidades. Por otro, la fuerte suba de las importaciones tiene su origen en el propio accionar de los empresarios textiles. La remarcación con intensidad del valor de los productos en un contexto de un dólar planchado ha logrado que la importación vuelva a ser rentable. Por ejemplo, si el precio de un jean de marca era de 40 pesos en 2002, saltó a 80 en 2004 y en la temporada primavera-verano trepó a 150 pesos, traer entonces uno de Brasil o de China pasó a ser atractivo. La evaluación que realiza el importador no tiene muchos misterios: “Compro el pantalón afuera y lo puedo vender a un precio igual que si lo tuviera que fabricar aquí, con todo lo que eso implica de talleristas, costos laborales e industriales, alquileres. La importación me evita muchos problemas”.
En ese esquema, la pregunta es por qué se sigue produciendo a nivel local si la importación resulta más cómoda y da ganancias. Aquí aparece un factor clave para comprender la dinámica de ese sector: los márgenes de comercialización. El fabricante, que en muchos casos es a la vez vendedor minorista en locales propios o alquilados, tiene márgenes aún más elevados que el del importador. Por ese motivo le es más conveniente producir en el país, aunque en el último año ha empezado a complementar su oferta con prendas importadas. Que la ganancia por unidad es altísima queda revelada en el momento de las liquidaciones, con precios que se reducen hasta un 50 por ciento, valores que no implican vender a pérdida sino que esa rebaja significa la contabilización de una menor utilidad. De ese modo también recuperan el capital de trabajo, dinero necesario para iniciar la producción para la próxima temporada. Los fabricantes explican que ese comportamiento tiene que ver con la imitación de estrategias comerciales del exterior. Estas consisten en fijar, al inicio de la temporada, precios muy altos para generar el deseo de poseer esa prenda por parte del consumidor y luego bajarlos muy fuerte para, de esa forma, capturar en gran escala ese interés de los compradores. De todos modos, los precios quedan –luego de esas rebajas– un escalón por encima de la temporada anterior.
La experiencia de la década pasada dejó como enseñanza que la importación de indumentaria no disciplina los precios a la baja, y en cambio lo que provoca es un desplazamiento de la producción nacional. Además, no aumenta sustancialmente la oferta porque la demanda local de ropa está limitada por un poder adquisitivo que sigue dañado, recibiendo golpes cada mes con el encarecimiento de alimentos básicos y de servicios. La importación, entonces, genera una menor producción local, detiene la creación de puestos de trabajo y desalienta la incipiente corriente inversora del sector. Aldo Ferrer suele explicar con suma claridad que los empresarios reaccionan a los estímulos que desde el Estado se emiten. En ese sentido, el economista del Plan Fénix provoca diciendo que si, en la década del ochenta y noventa, se hubieran traído al país emprendedores empresarios japoneses, coreanos o estadounidenses, al cabo de seis meses hubieran estado especulando en lugar de transitar el camino de la producción. Enviar señales de reducción de aranceles en indumentaria genera un efecto negativo no sólo en el sector textil, sino en otros rubros sensibles a la importación, que ya de por sí poseen una baja propensión a asumir riesgos en inversiones reproductivas. Aquí la evaluación que realiza el fabricante también es muy transparente: “En las últimas décadas hubo inestabilidad política y económica, se abrieron las fronteras castigando la producción nacional, y si ahora amenazan con más apertura, entonces freno las inversiones en el taller y no tomo más personal”.
Muchas o pocas son las medidas que el Estado puede impulsar, con más o menos efectividad, para frenar el aumento de precios, como las anunciadas el jueves pasado por Roberto Lavagna. Pero la de la apertura importadora, luego de los efectos devastadores de la década del noventa, sería la peor.
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