BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
Felisa Miceli sabe que está pagando un costo bastante elevado en el objetivo de domar los molestos índices de precios al consumidor. En sus primeros días de gestión, ha invertido un esfuerzo exagerado en negociaciones sectoriales, con suerte diversa. No desconoce que corre el riesgo de quedar atrapada en una batalla que tiene mucho para perder, incluso si avanza con cierto éxito en frenar el aumento en rubros sensibles de la canasta básica de alimentos. El mayor desgaste que padece un ministro son los datos de inflación que provocan incertidumbre en la sociedad, más aún cuando sus efectos son amplificados por el propio gobierno. Un índice con un piso del 1 por ciento mensual provoca ese efecto erosionador. Y el horizonte inmediato para los próximos cuatro meses no adelanta noticias favorables en ese asunto. Lo más probable es que la tarea que está realizando Miceli derivará en una cifra menor a la que hubiera sido si no hacía nada. Pero será un numerito que seguirá haciendo mucho ruido. Conociendo ese desagradable horizonte, con todo lo que esto implica en el proceso de consolidación como ministra, Miceli se ha planteado la misión de derrotar el clima de indexación generalizada de precios. Apunta a desarticular las expectativas inflacionarias que, según ella, se ha instalado en el discurso público.
Esa meta no es sencilla. Varios factores estructurales de la economía argentina posconvertibilidad, con la herencia de arrastre de 30 años de destrucción productiva, determinan un recorrido alcista en precios. Miceli no desconoce las raíces profundas de ese proceso, pero igualmente se ha propuesto que el Estado intervenga en esa dinámica de ajuste para moderar esas inevitables alzas. Afirma que el eje principal de ese esfuerzo es evitar el retroceso en el lento camino de mejorar la distribución de ingresos.
La ministra tiene la idea de que la actual inflación en Argentina no se debe a orígenes monetarios o fiscales, sino que se trata de una expresión de la histórica puja distributiva entre el capital y el trabajo. Esto refiere a la apropiación por parte de los grupos económicos más poderosos de ingresos que les corresponde a los sectores vulnerables de la sociedad. Sólo así se llega a comprender la preocupación excesiva del Gobierno ante un problema que merece ocupación, pero no dedicación exclusiva. Esa actitud termina dramatizando una dificultad indudable y perdiendo la oportunidad de manejarla con algunos matices. Miceli admite y está dispuesta a asumir ese costo, porque repite obsesionada que la inflación, en especial la suba de precios de la canasta básica alimentaria –que en noviembre subió 3,3 por ciento–, deteriora el poder adquisitivo generando una transferencia regresiva del ingreso.
Por la estrategia discursiva del Gobierno, o porque Miceli ha definido que el crecimiento debe ser con equidad, o porque la gente va percibiendo que una sociedad con profundas desigualdades genera un estado de inseguridad desagradable, lo cierto es que la cuestión distributiva se ha ubicado en un lugar destacado de la agenda político-económica. Es un notable avance sobre el consenso dominante durante la década pasada, que aseguraba que el crecimiento derramaría las mieses sobre los desamparados. Que ése sea un paso fundamental no implica que se haya recorrido un largo trecho en ese camino cargado de obstáculos. En ese complejo tránsito aparece un factor que provoca incomodidad en muchos: el conflicto. Más allá de las buenas intenciones, del deseo de la mayoría de construir un país disminuyendo la brecha socioeconómica, y de las políticas que se implementan en esa dirección, cómo se reparte el ingreso se determina en el conflicto.
Las construcciones intelectuales de mundos ideales y la ambición de una convivencia pacífica y de buenos modales, no provoca alteraciones en la distribución del ingreso. Ese proceso está marcado por el conflicto. A veces, con una violencia despiadada como la que se conoció en la última dictadura militar; en otras oportunidades, con una intensidad angustiante como la que se padeció en la hiperinflación de Alfonsín y la devaluación descontrolada de Duhalde. En esas experiencias hubo una fuerte transferencia de ingresos hacia los sectores más concentrados de la economía. Y fue, como se sabe, con conflicto, perdiendo los sectores más desprotegidos.
Entonces, ahora, la tolerancia social al conflicto determinará cuál será el nivel de convicciones en relación con la meta de mejorar la distribución. Esa puja, en estos momentos, tiene su expresión en la inflación y su manifestación en las diversas disputas por aumentos salariales. Por eso la intervención de Miceli en frenar la suba de precios tiene un fuerte componente político-económico y no específicamente económico puesto que –como ya se explicó– existen bases estructurales que impulsan la recomposición de precios relativos a casi cuatro años de la megadevaluación.
La pelea por el salario, que cada tanto tiene impacto mediático como el caso reciente de los técnicos y pilotos de Aerolíneas Argentinas, antes el del personal no médico del Hospital Garrahan y, más atrás, el de los trabajadores del subte constituye la exteriorización de esa batalla desigual por mejorar la distribución del ingreso. La reacción de la sociedad, más allá del debate sobre métodos y prolongación de cada una de esas luchas, será una señal de si ese tránsito por repartir la torta en forma más equitativa será más o menos accidentado. Para los dueños de las empresas y sus voceros en medios de comunicación se trata de “pedidos salvajes” recomponer el salario por ejemplo en 20 o 30 por ciento. En cambio, resulta “natural” informar abultadas ganancias corporativas que crecen a ritmo acelerado, utilidades que en gran parte no se reinvierten para ampliar la frontera de producción y así descomprimir el sistema de precios. Alarman con Hugo Moyano y el resto de los sindicalistas porque —dicen– ponen en riesgo la competitividad de la economía. Advierten del alza de los costos laborales que –informan– deben trasladar a precios. Y previenen con que no se puede recuperar el clima de negocios si el Estado no detiene los reclamos de los trabajadores. El Gobierno está acompañando con fiel prudencia esa tensión.
El conflicto, aunque no sea amable para espíritus delicados, es el elemento característico en la puja distributiva. Hasta ahora no se conoce otra forma, en particular en Argentina, para que los dueños del capital resignen un poco de la porción grande de la torta que detentan.
A su turno, los piqueteros molestaron con cortes de ruta y avenidas, siendo ése el método para que pobres y excluidos se volvieran visibles, forzando de ese modo la instrumentación de una serie de políticas sociales. Hoy, varios sindicatos han recuperado la gimnasia de la protesta y el reclamo de incrementos salariales que, si cuentan con un Estado que no los reprime y pelea para que la inflación no erosione el poder adquisitivo, habrán abierto las puertas para ingresar en un proceso sostenido de mejora en la distribución del ingreso.
No habrá que esperar meses apacibles; quienes quieran tranquilidad deben saber que en Suecia hace frío en invierno.
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