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› Por Alfredo Zaiat
“Nuestro intento no ha sido encontrar el verdadero referente del populismo, sino hacer lo opuesto: mostrar que el populismo no tiene ninguna unidad referencial porque no está atribuido a un fenómeno delimitable, sino a una lógica social cuyos efectos atraviesan una variedad de fenómenos. El populismo es, simplemente, un modo de construir lo político”.
Ernesto Laclau, La razón populista, Fondo de Cultura Económica.
El cuadro político latinoamericano es inédito: el triunfo de Michelle Bachelet en Chile; la asunción de Evo Morales, un presidente de un pueblo originario en Bolivia; el gobierno de Tabaré Vázquez, de la histórica izquierda del Frente Amplio en Uruguay; el primer presidente obrero en Brasil, Lula da Silva, manejando la principal potencia de la región; el avasallante Hugo Chávez en Venezuela; y la experiencia de Néstor Kirchner de ampliar los márgenes del peronismo hacia el centroizquierda no institucional. En lo que queda del año seguiría esa tendencia Andrés López Obrador en México, y también los imprevisibles Ecuador y Nicaragua, con cambios de gobierno girando a lo que hoy se denomina izquierda.
En ese escenario de alteración, inesperado por la velocidad y amplitud, del panorama político de la región, ha empezado a emerger el debate acerca del populismo. No es una cuestión sencilla puesto que se cruzan posiciones irreconciliables, entre los que endiosan y aquellos que endiablan simplemente una categoría socio-política. En este último grupo milita la poderosa Condoleezza Rice, que desde el Departamento de Estado de la administración Bush advirtió sobre “la amenaza del populismo”, peligro que estaría encabezado por Hugo Chávez. Esa línea de acción es reproducida por voceros y medios de comunicación del pensamiento conservador hablando del “eje del mal”. Pierden así de analizar matices y complejidades de los procesos que se están viviendo en la región.
Por lo pronto, el subsecretario de Asuntos Hemisféricos del gobierno de Bush, Thomas Shannon, bajó el tono y, si bien surge de sus poros el prejuicio y defiende aún las bondades del Consenso de Washington, afirmó la semana pasada en un reportaje a la agencia AP que “el populismo no es necesariamente malo”. Y brindó una explicación que, si no se trata de una adaptación oportunista para no perder influencia en América latina, resultaría un avance conceptual de la visión de Estados Unidos sobre el actual ciclo político. Shannon dijo: “Lo que el populismo muestra en el seno de las poblaciones latinoamericanas es la incorporación de nuevos sectores de la población a la política, que es producto de una democratización exitosa en América latina”.
Esa definición proviniendo de un funcionario de la administración republicana puede provocar desconcierto, puesto que se acerca a la que expresa el reconocido doctor en Historia dedicado a la filosofía política, Ernesto Laclau. Este referente del pensamiento posmarxista, en su libro La razón populista, propone rescatar el fenómeno del populismo “de su lugar marginal de las ciencias sociales y pensarlo no como una forma degradada de la democracia sino como un tipo de gobierno que permite ampliar las bases democráticas de la sociedad”. Laclau afirma que “el populismo no tiene un contenido específico, es una forma de pensar identidades sociales, un modo de articular demandas dispersas, una manera de construir lo político”.
Esa amplitud conceptual, la ausencia de un modelo esquemático, cierta vaguedad en el contenido y sin receta única confunde al pensamiento conservador, que aquí tiene varias cornetas de difusión. Estas, cuando hablan de populismo, lo hacen en referencia a un tipo de gobierno demagógico, nacionalista, que despilfarra recursos públicos, que no respeta las instituciones y es asistencialista. Se sienten más acompañados con la definición del sociólogo Gino Germani (“un modo de dominación autoritario bajo un liderazgo carismático asociado a las clases populares”). En cambio, para Laclau, el populismo “es una forma de articulación de lo político que actúa, según la lógica de la equivalencia: cuando hay un conjunto de demandas específicas que se oponen a algo que las niega. Así se crea entre ellas una pertenencia mutua, y eso constituye, en forma incipiente, un cierto pueblo”.
Laclau expone el siguiente caso para ejemplificar ese concepto. En una localidad la gente reclama a la municipalidad una línea de transporte. Si la autoridad responde, no hay conflicto. Pero si no lo hace, y en la zona hay muchas otras demandas que tampoco se escuchan –de vivienda, educación, seguridad–, se empieza a crear una solidaridad entre ellas. “Se crea –explica Laclau– una comunidad de oposición respecto de algo llamado ‘el sistema’: ése es el momento en que surge el populismo”.
Hoy, en la región, esa comunidad de oposición está reunida en la aspiración de batallar contra las desigualdades sociales, la pésima distribución del ingreso y la pobreza. Marginación de las mayorías que tiene raíces históricas pero que se profundizó durante la década pasada, generando una fuerte reacción por la exposición obscena de riquezas que intentó naturalizar la exclusión. Los gobiernos que surgieron en estos años en América latina, cada uno con sus particularidades y en algunos casos con escasa simpatía entre ellos, vinieron a dar respuestas a esas demandas. Todos formarían parte de la corriente Populismo Siglo XXI que domina el panorama político de la región. Sin embargo, unas administraciones concentran resistencias o prevenciones mientras que otras son depositarias de la racionalidad y seriedad.
Esa diferenciación tiene su origen en una clásica crítica al populismo que está ligada a una concepción tecnocrática del poder. Esta sostiene que sólo los expertos deben determinar las formas que van a organizar la vida de la comunidad. Por ese motivo, Brasil y Chile son –para esos críticos– el ejemplo de un “populismo” seguro, formal y prudente, abierto al mundo, puesto que son gobiernos con cuadros políticos excepcionales, perseguidos por los militares en los años oscuros y formados intelectualmente en la corriente del progresismo, pero, fundamentalmente, no son imprevisibles. En cambio, Chávez en Venezuela, Kirchner en Argentina y, ahora, Evo Morales en Bolivia no responden a esas características. Por eso, la resistencia que despiertan esos gobiernos en el pensamiento tradicional.
Esa distinción entre populismo bueno y malo, en última instancia, está basada en simples prejuicios, en algunos casos racistas y en otros ideológicos. La región está buscando a su modo, muchas veces a los tumbos y con dificultad, el camino pasa salir del atraso y la pobreza. En buena hora, llegó el populismo.
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