Dom 19.03.2006
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BUENA MONEDA › BUENA MONEDA

Bolsillos

› Por Alfredo Zaiat

Las dos medidas económicas más importantes de las últimas semanas fueron la prohibición de exportación de carne por un período de 180 días y la elevación del mínimo no imponible del impuesto a las Ganancias para los trabajadores en relación de dependencia. Esas dos iniciativas brindan una excelente oportunidad para analizar cómo reaccionan los sectores involucrados, la hipocresía de los economistas mediáticos, cómo la ideología es archivada cuando se trata de cuidar el presupuesto propio y, fundamentalmente, cómo interviene el Estado en la economía generando fuertes transferencias de ingresos. En síntesis, cómo el discurso se adapta a los intereses particulares, comportamiento que para la mayoría termina de convalidar esa idea negadora de que “la economía no se entiende”. No es que la economía no se entienda, sino que las voces que se escuchan no están hablando de economía y sí de sus bolsillos particulares.

La iniciativa que despertó más críticas fue la de bajar la barrera al exterior a la carne. La sucesión de latiguillos sin sentido que se han escuchado en estos días merece ser recuadrada y, al cabo de un año, volver a leerla para poner en evidencia su inconsistencia. “En el corto plazo habrá carne barata, pero en el largo los argentinos no podrán comer carne”; “hay que bajar las retenciones y reabrir las exportaciones”; “será muy difícil recuperar los mercados que se perderán”; “los productores dejarán de invertir”; “habrá una liquidación de stock”, y sigue la lista de frases hechas.

La drástica medida de frenar las exportaciones, dejando de lado los análisis psicológicos sobre la personalidad presidencial y la soberbia de los empresarios de la cadena cárnica, ha sido una clara intervención de política económica ante un shock externo. Toda medida económica tiene costos y beneficios y su sesgo queda en evidencia si privilegia el bienestar general o el interés sectorial.

El mercado externo de la carne está transitando una etapa de stress debido al retiro de Brasil, principal exportador mundial, por la fiebre aftosa en algunas regiones del país, y el efecto de la gripe aviaria en el consumo europeo que mudó de carnes blancas a rojas. Por esos motivos, entre otros, los actuales precios internacionales de la carne están en inusuales niveles por lo elevado, con tendencia a mantenerse en ese sendero en los próximos meses. Ante ese escenario, los protagonistas del negocio de la carne reaccionan con lógica empresaria y exportan todo lo que pueden y aceleran la liquidación de stock para aprovechar el contexto favorable. Así se ha generado un déficit en la plaza local. Por lo tanto, ¿qué tiene que hacer un gobierno ante un shock externo que provoca desequilibrios internos, como la disparada del índice de inflación?

Algunos que critican la suspensión de exportar carne afirman, en cambio, que resulta una irresponsabilidad mayúscula del Estado permitir que se siga exportando petróleo porque las reservas de crudo son escasas. Y advierten –con razón– que, en pocos años, al presente ritmo, habrá que importar combustible. Es cierto que el petróleo es un recurso no renovable, característica diferente a la de la carne. Pero hoy la carne es un bien escaso y su asignación no puede quedar librada al mercado. Frenar exportaciones en sectores sensibles –como el petróleo, por ejemplo, y también la carne– es pensar primero en el bienestar general, con los costos que eso implica (pérdida de recursos fiscales, inestabilidad laboral y menor ingresos de dólares), antes que en la situación de un sector en particular.

Un dilema de política económica similar se da con el flujo de capitales especulativos. El movimiento libre del dinero caliente ha generado violentos desequilibrios durante la década del noventa y la barrera a la entrada y salida libre de esos capitales sirve para minimizar los costos asociados a un shock externo. Esos controles privan a la sociedad de la bonanza pasajera provocada por la lluvia de dólares, pero también le evitan las tormentas posteriores cuando huyen esos capitales. De esa experiencia el mercado argentino puede dar cuenta con los desaguisados de la década pasada, que todavía se padecen.

Por otro lado, no hubo resistencia por parte de los economistas mediáticos ni del mundo empresario ante la decisión del Gobierno de subir el mínimo no imponible de Ganancias para la cuarta categoría. Todavía nadie de ese selecto grupo advirtió sobre los riesgos inflacionarios de volcar al consumo 1500 millones de pesos anuales y quienes comentan algo al respecto sostienen que esa masa de recursos tendrá un impacto marginal. Probablemente no dirían lo mismo si esos fondos se hubieran destinado a aumentar los haberes de los postergados jubilados o a subir los magros subsidios de los planes sociales. Lo que sucede es que esa intervención del Estado reasignando recursos a favor de los trabajadores en relación de dependencia deja contentos a todos los dueños de la opinión mediática: periodistas, consultores de la city, funcionarios, sindicalistas y empresarios.

Se trata de una importante transferencia de ingresos del Estado que, frente a la recuperación del salario en su carrera contra la inflación, puede ser considerada justa pero, ante un mercado laboral inestable y fragmentado y aun con importantes sectores de la población en la pobreza e indigencia, se presenta, por lo menos, incompleta. Los gremios y los empresarios saludaron esa medida porque les permite descomprimir la discusión salarial, cuestión que también es bienvenida por el Gobierno. Y en los medios no aparecen críticas, porque casi todos sus integrantes se benefician con pagar menos Ganancias. Hasta economistas de pensamiento progresista se han sumado a ese pacto implícito de “todos somos felices” con aliviar la carga de Ganancias sobre salarios medios y altos.

Ninguno de todos ellos lo admitiría, pero destinar recursos fiscales para subir el mínimo no imponible olvidándose de otros sectores más postergados no contribuye a construir una sociedad más justa.

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