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› Por Alfredo Zaiat
La batalla con los bancos por los créditos hipotecarios destinados a inquilinos deja al descubierto la asignatura pendiente de encarar una reforma financiera. Felisa Miceli comenta a sus colaboradores que para pensar una estrategia que apunte a mejorar la distribución del ingreso se requiere avanzar en cuatro campos: el impositivo, el previsional, el laboral y el financiero. Sin embargo más allá de las intenciones de la ministra de Economía, en el Gobierno existe cierto nivel de debate y escasa vocación de avanzar con reformas sobre las primeras tres cuestiones, pero ni una ni otra cosa pasa sobre la última. Esa carencia queda en evidencia en las insuficientes herramientas que cuenta el Estado para disciplinar a la banca privada y, a la vez, para impulsar políticas públicas fuera de la lógica mercantilista del sistema financiero. Existe una suerte de temor de la administración Kirchner a cambiar reglas de juego en un régimen que, a lo largo de los últimos treinta años, ha demostrado que es inestable, con elevadas cuotas de riesgo sistémico y con limitada disposición de financiar la producción. Se han realizado modificaciones de resoluciones del Banco Central para flexibilizar normas que alentaban la concentración y extranjerización y la discriminación de las pymes como sujetos de crédito. También se fijaron límites más estrictos para la tenencia de títulos públicos en el patrimonio de los bancos. Pero el cuerpo central del régimen sigue siendo el mismo: no existe el apetito de impulsar una reforma de la Ley de Entidades Financieras de 1977, elaborada durante la gestión del ahora desindultado José Alfredo Martínez de Hoz.
El sistema no siempre funcionó como ahora. En febrero del ‘77 se promulgó una nueva norma que definió otras reglas de juego para los bancos. Se estableció un mercado libre para el dinero, en el que la tasa de interés pasó a depender del libre juego de la oferta y la demanda. El Banco Central dejó de fijar la tasa. Se dejaron de establecer diferencias entre los depósitos en cuenta corriente y las imposiciones a plazo que devengaban interés a través de un sistema de encaje uniforme y un complejo mecanismo de cargos sobre depósitos a la vista. Esa política generó un rápido desplazamiento de los fondos disponibles hacia las colocaciones a plazo, que se hizo más intenso a medida que fue disminuyendo el período mínimo autorizado, hasta llegar a los siete días. De esa forma, la bicicleta desplazó a la financiación de la producción. Hoy, esa dinámica de captación de fondos de corto plazo aparece como una de las restricciones para atender a quienes requieren de recursos de largo como se necesitan para la compra de una vivienda. La sucesión de crisis desde entonces no ha sido independiente de esa reforma.
La reestructuración del sistema se acentuó en la década pasada con la veloz y desprolija privatización del régimen de bancos estatales. Desde mediados de la década del ‘80, el Banco Mundial comenzó a presionar para la enajenación de las entidades públicas. Tuvo éxito con la liquidación del banco de desarrollo Banade y la venta al sector privado del Hipotecario, la Caja Nacional de Ahorro y Seguros y los bancos provinciales. Ese proceso no pudieron culminarlo con los bancos Nación, Provincia de Buenos Aires y Ciudad porque la crisis arrasó con los paradigmas que emanaban del Consenso de Washington, pero estuvieron cerca de ese objetivo.
En relación con la problemática de la vivienda, por caso, el Banco Hipotecario, como agente testigo para el mercado, impulsaba créditos orientados a la clase media y media baja. La utilización política del banco durante el gobierno de Raúl Alfonsín no invalida la necesidad del Estado de contar con una herramienta para financiar el acceso a la vivienda. Hoy no existe un banco hipotecario oficial que marque el ritmo del mercado financiando a tasas razonables, dentro del contexto de ingresos bajos respecto del valor de la propiedad. Ante la ausencia de entidades específicas, el Gobierno deposita en el Banco Nación la responsabilidad de asumir la tarea de actuar como líder en el crédito hipotecario o en préstamos para el desarrollo, ante la desaparición del Banade. Pero el Nación funciona dentro de las normas del resto de la banca, que le establece limitaciones para ejercer esos deberes.
El sistema financiero está regido por una ley de 1977 de Martínez de Hoz; el régimen de bancos públicos fue destruido, perdiendo el Estado herramientas fundamentales para intervenir en el mercado y, además, la apertura y liberalización financiera dieron nacimiento a poderosos conglomerados con extensión a otras actividades además de la tradicional de intermediación. Ante ese cuadro de situación, el plan oficial terminará en frustración si se espera que la banca ofrezca líneas de crédito que permitan al inquilino tener una vivienda pagando por la cuota el mismo monto que el alquiler. Algunos bancos presentarán campañas de marketing cumpliendo con esa regla, pero se tratará simplemente de una estrategia de relaciones públicas con el Gobierno.
La deliberada política de desestructuración del sistema financiero local a lo largo de los últimos treinta años es la causa básica de la actual desorientación del Gobierno en su objetivo de disciplinar a la banca tras el objetivo de ofrecer créditos hipotecarios baratos. La reconstrucción –si existiera esa meta por parte de la administración de Kirchner– requiere de voluntad política para avanzar paso a paso en una reforma financiera. En caso contrario, la trampas distribuidas en la city estarán listas para capturar las políticas de buenas intenciones.
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