BUENA MONEDA › BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
Arabia Saudita es una monarquía absolutista y ultraconservadora. Se rige por la estricta ley religiosa islámica. La Constitución es el Corán. En su territorio están las dos mezquitas más sagradas (La Meca y Medina), donde hace 14 siglos nació y predicó el profeta Mahoma, fundador del Islam. No hay partidos políticos ni tolerancia con la disidencia. No se respetan los derechos humanos. Las mujeres no pueden participar de las votaciones municipales. Rige la denominada “sharía”, la ley islámica, que contempla castigos corporales, mutilaciones y la muerte para los que cometen delitos. La familia Al Saud controla el poder desde hace siglos. Existe una injusticia social tremenda que hace vivir en el lujo a los príncipes y a la reducida burguesía saudita y en la miseria al resto de los 22 millones de habitantes del reino. El desempleo es elevado al ubicarse por encima del 15 por ciento de la población en condiciones de trabajar. Bin Laden, el enemigo número uno de Estados Unidos, fascina a muchos de los jóvenes saudíes: quince de ellos murieron a bordo de los aviones que se estrellaron el trágico 11 de septiembre. La monarquía saudita con el rey Fahud es uno de los más fieles aliados de Estados Unidos en el golfo.
Venezuela es una democracia en una sociedad que ha quedado partida a partir del controvertido liderazgo de Hugo Chávez. Con la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez en 1958, los partidos tradicionales firmaron el Pacto de Punto Fijo y definieron reglas de convivencia entre ellos para el reparto del poder. Ese esquema de cleptocracia estalló con la irrupción de Chávez, que en 1992 lideró una rebelión militar, y desde 1999 es presidente. Ahora encaró lo que él denomina Revolución Bolivariana, que cuenta con el apoyo de las clases populares y gran rechazo de las clases medias y altas. El crecimiento económico muy intenso de los últimos años sigue conviviendo con elevados índices de desocupación y una pobreza extendida en la población. Chávez se ha erigido en un inflamado opositor discursivo a la política exterior de Estados Unidos, a la vez que es uno de los principales proveedores de petróleo a la primera potencia mundial.
Arabia Saudita tiene el 25 por ciento de las reservas mundiales de petróleo. Es el mayor productor de crudo del mundo y provee el 17 por ciento de las importaciones de petróleo norteamericano.
Venezuela es el sexto país en el ranking de reservas probadas de petróleo en el mundo, y concentra el 76 por ciento de las reservas de América del Sur. También tiene el 61 por ciento de las reservas de gas de la región.
Uno y otro país son oasis de petróleo. Paraíso que desearía poseer cualquier otra nación que tiene algo, poco o nada de combustible para hacer funcionar el motor de la economía. Y como el deseo no se puede cumplir por el azar de la geografía, la mayoría de los “desafortunados” por la geología busca ser amigo de los dueños de los pozos. No sólo para abastecerse de petróleo o gas, sino también porque esos dos países tienen muchos dólares excedentes por sus ingresos extraordinarios que consiguen por las exportaciones del oro negro.
Parece tan sencillo de comprender los intereses de la geopolítica y de la economía global que involucran a esos dos reinos del petróleo con el resto del mundo que, a veces, las posiciones alarmistas suenan desafinadas. Los encendidos y provocadores discursos de Chávez serían irrelevantes si no tuviera petróleo. Y Arabia Saudita seguiría siendo un desierto pero sin una monarquía multimillonaria si no estuviera nadando en petróleo.
No todo lo que dice y hace Chávez cae simpático. Incluso asume ciertas posiciones en el concierto de la política internacional que incomoda a sus socios del Mercosur. Pero existe un largo trecho entre disentir con las sobreactuaciones y frases rimbombantes del venezolano a considerarlo un peligro para la región. Suena exagerado, y en alguna medida de una hipocresía mayúscula, reclamar del gobierno argentino un distanciamiento con Venezuela, cuando a Estados Unidos nadie le dice nada por su estrecho vínculo con la monarquía saudí. En algún sentido, Kirchner ha construido una relación con Chávez, como la que erigió durante décadas Estados Unidos con Arabia Saudita. Ni uno ni otro se han interesado por cuestiones internas de esos edenes del petróleo ni preocupado en demasía por sus posiciones políticas a nivel internacional, sino que, con el más diáfano pragmatismo, buscan con esos aliados satisfacer ciertas urgencias. Para Estados Unidos, el crudo y sus objetivos de geopolítica militar. Para Argentina, fuel oil para alimentar centrales térmicas, dólares para cubrir baches financieros y, en un futuro, gas si se concreta el megaproyecto del gasoducto del sur.
La búsqueda de demonios, ya sea Chávez o sea Bush, es simplemente un juego de distracción que ignora la relevancia de estrategias nacionales, algunas por necesidades (dólares con la venta de bonos y energía, en el caso de Argentina) y otras por aspiraciones de hegemonía mundial (petróleo y poder militar global, en el caso de EE.UU.), que exceden a figuras más o menos agradables.
En concreto, Argentina, después del default, aún no tiene acceso al mercado de capitales internacional y a nivel local es limitado, el FMI sigue castigando el modelo del dólar alto y los otros dos organismos financieros (Banco Mundial y Banco Interamericano de Desarrollo) se ponen cada vez más exigentes para otorgar préstamos al país (incluso Estados Unidos votó en contra en el último trámite en el BID). El bache financiero para el pago de deuda del año próximo suma de 5000 a 6000 millones de dólares. Venezuela comprará bonos para cubrir parte de esas necesidades. Los muchachos en el barrio dicen que billetera mata galán.
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